Don Hamponio, el narco de la esquina, tenía un socio que lo contradecía en todo. Harto de sus contradicciones le advirtió: “Si vuelves a contradecirme te mataré como a un perro”. No tardó el otro en darle de nuevo la contra. Don Hamponio sacó su pistola y le disparó. Con el último aliento de la vida el tipo hizo: “Miau”.
No quiero ya aparecer como un contradictor sistemático, pero en seguida diré por qué pienso que fracasará eso de la “pobreza franciscana” propuesta por López Obrador. Antes, sin embargo, me daré el lujo de poner aquí un intento de soneto que trata precisamente de lo que San Francisco llamaba “nuestra señora la pobreza”. He aquí esos versos;
“Llegó cuando pardeaba el señor cura al rancho
-misa, bodas, bautizos, primeras comuniones-,
pobres, como de pobre, sus recios zapatones,
su raída sotana y su sombrero ancho.
Él a todos conoce: Esteban, Lupe, Pancho.
Lo quieren ellos “porque no nos echa sermones”.
Al Cielo los conduce entre dos maldiciones:
a los hombres, “cabrones”; a los niños, “carancho”.
Con su antiguo breviario que lee vacilante,
su café y su cigarro, su catre, un viejo manto,
tortillas y frijoles, tiene más que bastante.
Para la risa es fácil, igual que para el llanto.
En la ciudad los suyos lo llaman ignorante.
Y lo es. Tan ignorante que no sabe que es santo”.
Estos desmañados renglones quieren significar que la pobreza, para ser franciscana, debe ser voluntaria, no impuesta. La austeridad que López Obrador inflige a sus funcionarios es una imposición de las que en latín se llaman velis nolis, a querer y no. Si la admiten es porque otra cosa no pueden hacer, pero corresponden a ese menguado salario con el recurso de los jornaleros mal pagados: tú haces como que me pagas y yo hago como que trabajo. Así las cosas AMLO no tiene funcionarios; tiene en su mayoría burócratas, y malhumorados además. Resultado: un gobierno de mediocres, pues nadie con preparación y experiencia quiere trabajar para un patrón cuentachiles, que así son llamados los cicateros y roñosos. López Obrador cuida los centavos con afán de avaro y tira los pesos con inconsciencia de nuevo rico dilapidador. Debería respetar la frase “pobreza franciscana”, de tanta hondura y significación, y no usarla para designar a una más de sus efectistas acciones demagógicas que para nada sirven, ni siquiera ya para apartar la atención de la ciudadanía de sus errores y sus fallas. Se me dirá que mis críticas al Presidente son constantes. Renuncie él a sus comparecencias mañaneras, a sus caprichos y sus despropósitos, y yo renunciaré a mis críticas.
“Supe que te divorciaste -le dijo una mujer a su amiga-. ¿Por qué?”. Explicó la otra: “Mi marido y yo teníamos caracteres muy distintos. Yo soy una típica Géminis y él es un típico hijo de la tiznada”.
Pasaba ya la media noche cuando sonó el teléfono en la casa del médico veterinario. Quien llamaba era doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. Llena de angustia le dijo al facultativo que su perrito y su perrita se habían pegado, y no los podía separar. “Écheles un poco de agua fría” -recomendó el veterinario. Cinco minutos después llamó de nuevo la mujer. Lo del agua no había funcionado. Le sugirió el médico: “Haga un rollo de periódico y finja que les va a pegar con él”. Momentos después volvió a sonar el teléfono. Tampoco lo del periódico había surtido efecto, dijo doña Panoplia. Le indicó el veterinario: “Dígales al perrito y a la perrita que les hablan por teléfono”. La dama vaciló. “Y eso del teléfono ¿los separará?”. “Pues mire, señora -respondió con rencoroso acento el veterinario-. A mi esposa y a mí ya nos separó tres veces”. FIN.
MIRADOR
Por Armando FUENTES AGUIRRE.
El hombre que aquí aparece retratado fue un gran pecador.
Dos mujeres tuvo, y a las dos las hizo sufrir en tal manera que las envió a la tumba. No supo nunca de sus hijos ni de los que engendró en otras a las que seducía y abandonaba luego.
Siempre se dijo de él que mató a traición a un amigo para tomar luego a su esposa. Ésta, que conocía sus intenciones, se suicidó tras la muerte de su marido. A partir de entonces el hombre se entregó a la bebida. Viejo, enfermo y solo se volvió una ruina humana.
Una noche, ebrio de vino y amargura, fue a la capilla del Santo Cristo y llamó con grandes golpes a la puerta al tiempo que gritaba con desesperación; “¡Señor, perdóname!”. Alguien le abrió, e instantes después el hombre cayó muerto. En su rostro, antes crispado por la maldad, había ahora una suave sonrisa de paz. Cuando por la mañana el cura fue a
la iglesia el Cristo no estaba ya en su cruz.
Eso se cuenta en el Potrero.
En el Potrero se cuentan muchas cosas.
¡Hasta mañana!…
MANGANITAS
Por AFA.
“. Detectan casos del virus del mono.”.
Tras la pandemia mentada
virus del mono hay aquí.
¡Carajo! ¡Ahora sí
nos va a llevar la changada!