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Por Ricardo Sevilla

La corrupción es un ogro insaciable. Todo lo carcome e infecta con sus colmillos afilados. Y, desde hace décadas, este engendro goza royendo el corazón de la democracia mexicana.

Y, por eso, uno de sus acérrimos enemigos es el presidente Andrés Manuel López Obrador. Se entiende. AMLO es la contraparte de ese engendro viciado: un mandatario que, durante este sexenio, ha defendido apasionadamente la austeridad republicana.

Y esa defensa lo ha convertido, ante la mirada de malandrines y malhechores, en un personaje incómodo. Los delincuentes de cuello blanco no ven al Presidente como un opositor, sino como un enemigo: como un rival a vencer.

Pero la pugna de la derecha contra AMLO no es política ni ideológica, ni intelectual. En el fondo, se trata de una (vulgar) pendencia que tiene como fondo el dinero. Y es que a los conservadores no los mueven los ideales, sino los cheques y las carteras bien abultadas.

A López Obrador, en cambio, le interesa la justa distribución de la riqueza. El mandatario mexicano tiene una visión humanista de la política. Y esa perspectiva, ese estilo personal de gobernar, choca contra los intereses de la derecha onanista.

A esta hora todo mundo sabe que a la élite económica no le interesa compartir riqueza, sino acumularla y, en el peor de los casos, repartirla entre sus cuates.

A López Obrador, por otro lado, le interesa promover e impulsar la justicia social. Y por ello, el principal eje de su política es ayudar a los que menos tienen.

Durante sexenios, el grueso de la población fue relegada. Los gobiernos neoliberales favorecieron a un puñado de familias y grupos empresariales. Y esa burbuja de privilegios fue habitada por un selecto grupo de agraciados.

Los beneficiarios fueron presidentes, políticos y empresarios. Y sus familias. Ellos hacían la política y, como engendros ávidos de riqueza, se encargaron de crear leyes que favorecían su manera de vivir. Evadían impuestos, delinquían a su antojo y la ley nunca los alcanzaba.

Hoy, eso ha cambiado. El presidente López Obrador ha inaugurado el camino hacia una transformación profunda. Y Claudia Sheinbaum ha sido elegida (democráticamente) para edificar el segundo piso de esa Transformación. Y eso tiene enardecido al virulento ogro de la corrupción.

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