Por Ana E. Rosete
Seríamos nada sin los maestros. Nada. No sabríamos nombrar el mundo, entenderlo ni transformarlo. No sabríamos escribir lo que sentimos ni leer lo que otros han pensado antes. Nuestra voz, incluso cuando creemos que es propia, está hecha de todas las voces que nos enseñaron a usarla.
La docencia no es solo una profesión: es el cimiento de todas las demás. No hay médicos, periodistas, ingenieros, artistas ni obreros sin un maestro que haya enseñado primero a leer, a sumar, a pensar. Sin embargo, paradójicamente, es una de las labores más menospreciadas, más exigidas y peor retribuidas.
Hoy los maestros trabajan en condiciones cada vez más precarias. Malos sueldos, malas prestaciones y jornadas interminables. El sistema les exige resultados perfectos, vocaciones inagotables y paciencia infinita, pero les devuelve poco o nada. A la carga académica se suma otra igual o más pesada: lidiar con grupos numerosos, con infancias atravesadas por realidades difíciles y, muchas veces, con padres que delegan toda la responsabilidad o que atacan sin comprender el esfuerzo detrás del aula.
Ser maestro hoy es ejercer desde la vulnerabilidad.
Yo aprendí a escribir gracias a mi mamá. Ella es maestra, Miss Viole para todos. A los cinco años ya conocía las vocales, las consonantes y algunas sílabas que, poco a poco, se convirtieron en palabras. No era solo aprender letras: era aprender disciplina, curiosidad y amor por el lenguaje. Hoy, mi trabajo se sostiene justamente en eso que ella me enseñó: leer y escribir. Todo lo que soy profesionalmente nació ahí, en una mesa, en un cuaderno, en la paciencia de una maestra que también era madre.
Por eso duele ver cómo se ha degradado esta profesión. Cómo se normaliza que quienes forman a todos ganen menos que muchos, trabajen más que casi todos y reciban menos respeto del que merecen. Los maestros no solo enseñan contenidos; forman personas. Y aun así, viven expuestos al señalamiento, al desgaste emocional y a la falta de reconocimiento.
Hace unos días, mi maestra de preescolar, Miss Flor, me dijo que lee mis textos. Esa frase, sencilla y poderosa, me estremeció. Me hizo sentir que su trabajo —y el de todas y todos los que me enseñaron— había valido la pena. Que algo hicieron bien. Que sembraron algo que sigue creciendo. De lo que vivo, de lo que me mantiene.
Agradecer a los maestros no debería ser un gesto simbólico ni limitarse a una fecha en el calendario. Debería traducirse en mejores condiciones laborales, en salarios dignos, en respeto social y en políticas que los protejan, no que los expriman.
Porque sin ellos, literalmente, no seríamos lo que somos. Y quizás ya es hora de que el mundo empiece a tratarlos como lo que son: imprescindibles.
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