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Por Eduardo López Betancourt

Nadie se identifica con el prójimo

Sin duda, la ciudad más cosmopolita del mundo es Nueva York. En ella habita una inmensa diversidad de personajes. El anhelo legítimo de muchos es conocer la llamada “urbe de hierro”; por ello, figura entre las metrópolis más concurridas del planeta. En sus calles, la indiferencia resulta abrumadora: el saludo no se ofrece ni por casualidad. Las personas parecen autómatas que avanzan con velocidad inusitada, sobre todo los oficinistas, mientras los visitantes caminan con paso pausado, asombrados ante la magnificencia de los rascacielos que exhiben la arquitectura en su máximo esplendor.

La falta de interés hacia los demás constituye una de las características más notorias de esa ciudad. Nadie se identifica con el prójimo; incluso la apariencia o la ropa no generan sorpresa. Por sus avenidas puede cruzarse un individuo desnudo o con atuendos extravagantes, sin que nadie vuelva la mirada.

En Nueva York predomina la apatía. El sentido humano se desvanece para dar paso a la mecanización. A lo sumo, se cruzan miradas cuando algo o alguien resulta particularmente atractivo, pues existen hombres y mujeres capaces de captar la atención de algunos habitantes.

Otra peculiaridad radica en que se trata de la ciudad más costosa del continente americano. No hay límites en los precios, aunque se mantiene cierta moderación en la calidad de los servicios. Es común encontrar ejecutivos con ingresos superiores a los 300 mil dólares anuales, lo que convierte al lugar en un espacio atractivo para los profesionales. En contraste, trabajadores como obreros, meseros o porteros perciben remuneraciones mucho más modestas.

Quienes la visitan descubren lo mejor y, al mismo tiempo, la mayor deshumanización a la que puede llegar una sociedad. Pero, como inmortalizó Frank Sinatra:

“Nueva York, Nueva York. Quiero despertar en la ciudad que nunca duerme, descubrir que soy el número uno, el primero de la lista, el rey de la colina…”

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