El comité escolar de Menifee en California se reunió de emergencia. Había que proteger a los niños. ¿De qué? ¿De una novela para adultos? ¿Un manual de satanismo? No. De un diccionario. Un alumno había encontrado la definición de “sexo oral” en un Merriam-Webster y los padres decidieron que aquello era demasiado para las almas inocentes. Solución: retirar todos los ejemplares mientras se decidía si el diccionario era apropiado para la escuela.
Usualmente imaginamos la historia de los libros prohibidos con hogueras, inquisidores y un índice de autores condenados. Ahí están las novelas peligrosas, los tratados filosóficos sospechosos, los panfletos políticos quemados en la plaza. Y es verdad. Durante siglos, la Inquisición práctico la censura de libros por motivos teológicos y filosóficos. Pero junto a ese relato solemne corre otra tradición, menos trágica y más absurda: la de los libros vetados por motivos francamente tontos.
Pensemos en una edición de Caperucita Roja que fue retirada de algunas escuelas de California porque en la canasta que lleva la niña aparecía ilustrada una botella de vino y, les parecía, podía interpretarse como ‘una apología al consumo de alcohol’. Si el vino, era para la abuelita, no para la niña…
Es interesante observar el desplazamiento. Ayer se prohibían obras para proteger dogmas religiosos o regímenes políticos; hoy, con frecuencia, se retiran libros para proteger sensibilidades. En nombre de “cuidar” a los lectores, empezando por los más jóvenes, vamos reduciendo su vocabulario, sus referencias culturales y su capacidad de procesar lo incómodo. La biblioteca, que debería ser el lugar donde uno se encuentra con palabras raras, ideas difíciles y escenas perturbadoras, se va volviendo una habitación acolchada. Nada hiere, pero tampoco nada despierta.
Por supuesto, no todo miedo es ridículo. Es razonable discutir qué materiales se ofrecen a qué edades y en qué contexto. Nadie propone dejar un manual de medicina forense junto a los libros de preescolar. No es una ecuación sencilla. A veces la prudencia se parece demasiado a la censura; a veces la defensa de la ‘libertad total’ olvida que también hay edades y contextos.
Quizá por eso la pregunta no termina de resolverse y regresa cada cierto tiempo, con otras portadas y otros escándalos. En un mundo donde un cuento de hadas o un volumen de Merriam-Webster pueden considerarse peligrosos y la censura es más sencilla que la discusión, ¿debemos prohibir libros?
