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Voces de la tierra: el alma viva de las cinco etnias del Estado de México

 En los cerros, los valles y las montañas del Estado de México aún se escuchan lenguas antiguas, palabras que nacieron antes de que existiera el país y que hoy resisten al olvido; son las voces de las cinco etnias originarias mexiquenses: mazahua, otomí, nahua, matlatzinca y tlahuica, pueblos que, con sus usos y costumbres, mantienen encendida la memoria ancestral de una tierra que respira historia.

Sus rostros, arrugados por el tiempo y el sol, no son pasado: son la raíz viva de un presente que necesita mirar hacia atrás para no perder el rumbo; entre los campos de Almoloya de Juárez, Atlacomulco, Donato Guerra, El Oro, Ixtapan del Oro, Ixtlahuaca, Jocotitlán, San Felipe del Progreso, San José del Rincón, Temascalcingo, Valle de Bravo, Villa de Allende y Villa Victoria, habita el pueblo mazahua, conocido por su espíritu comunitario y su relación sagrada con la naturaleza.

Los mazahuas, mantienen viva una cosmovisión en la que el mundo está dividido en tres planos: el de los hombres, el de los dioses y el de los muertos, cada ceremonia, cada danza y cada ofrenda busca mantener el equilibrio entre ellos.

Su vestimenta tradicional, con faldas multicolores, blusas bordadas y rebozos de lana, no es simple atuendo: es identidad; las mujeres mazahuas, verdaderas maestras del telar, transmiten en cada hilo la historia de su pueblo, el tejido, como su lengua, es un símbolo de resistencia frente a la modernidad que amenaza con uniformar todo.

En el corazón del Valle de Toluca, en municipios como Aculco, Temoaya, Villa del Carbón, los otomíes mantienen una relación espiritual con la tierra y el lenguaje, su palabra no solo comunica: también cura; los curanderos otomíes utilizan el verbo como medicina; las oraciones, los rezos y los cantos son parte del tratamiento del alma.

La comunidad otomí es una de las más antiguas del altiplano central, su cosmovisión parte del respeto a los elementos: el aire, el agua, el fuego y la tierra. A pesar de los embates de la urbanización y la migración, el otomí sigue luchando por preservar su lengua, en las escuelas bilingües de Temoaya, los niños aprenden a escribir en español y en hñähñu, porque, como dicen los mayores, “la lengua que se olvida, muere en silencio”.

En la zona sur del Estado de México, en Tejupilco, Temascaltepec, Sultepec y Malinalco, pervive el pueblo nahua, en sus fiestas y rituales, el sol sigue siendo el gran protagonista, símbolo de vida, renacimiento y justicia. El náhuatl, su lengua, aún vibra en las montañas cuando los ancianos narran los mitos de los dioses del maíz y del fuego.

Las danzas y los cantos en lengua náhuatl no son simple folclor: son una forma de resistencia cultural frente a un mundo que olvida fácilmente de dónde viene; en sus fiestas patronales, los pueblos nahuas levantan arcos de flores, adornan los altares y comparten el atole agrio y los tamales como símbolo de comunidad.

En la Entidad habita un pueblo pequeño en número, pero grande en historia: los matlatzincas, cuyo nombre significa “los hombres de la red”, fueron los primeros pobladores de la región antes de la llegada mexica, y su legado sobrevive, la lengua matlatzinca, hoy hablada por una minoría, es una de las más amenazadas del país, en ella, las palabras se tejen como redes que atrapan el sentido de la vida, cada día que un niño deja de aprenderla, una parte del México profundo se desvanece.

Sus fiestas giran en torno a los ciclos agrícolas y al agradecimiento por la cosecha, el maíz, el frijol y el chile son los tres pilares de su cosmovisión, y sus danzas, acompañadas de tambor y flauta, celebran la continuidad del tiempo.

Los tlahuicas preservan un modo de vida ligado al bosque, su nombre significa “gente de la tierra del centro” y su existencia está marcada por el respeto al entorno, su lengua, de raíz náhuatl, aún se escucha entre los ancianos que enseñan a los jóvenes los cantos con los que se pide permiso al monte antes de cortar un árbol.

Los tlahuicas son artesanos de la madera y maestros del barro, elaboran máscaras, utensilios y figuras rituales que representan animales del bosque, guardianes del equilibrio natural.

Las cinco etnias originarias del Estado de México representan la riqueza más profunda del país y su patrimonio intangible, aquel que no se guarda en museos, sino en la memoria de la gente, sin embargo, el riesgo de desaparición es real, las lenguas se pierden, los jóvenes migran y las costumbres se diluyen frente al peso del mercado y la tecnología.

Rescatar las tradiciones no es un gesto romántico, sino una necesidad cultural, en cada lengua indígena hay una forma distinta de ver el mundo; en cada danza, un relato sobre la vida y la muerte; en cada tejido, una lección sobre el tiempo y la paciencia. Perder eso sería como arrancar las raíces de un árbol que aún da sombra.

El patrimonio intangible, las canciones, los rezos, las costumbres, son el alma de los pueblos, la UNESCO ha advertido que la pérdida de una lengua indígena equivale a la desaparición de una biblioteca completa y en México las lenguas originarias corren ese destino.

Los pueblos originarios del Estado de México no son reliquias del pasado: son presente, son futuro, la modernidad no debe ser su enemigo, sino su aliada. La educación intercultural, la promoción de las lenguas y el respeto a las tradiciones son los caminos para mantener viva la herencia de los abuelos, porque un país sin memoria se convierte en tierra sin alma, y mientras los mazahuas sigan tejiendo, los otomíes curando con la palabra, los nahuas cantando al sol, los matlatzincas hablando en su lengua y los tlahuicas bailando en el bosque, México seguirá teniendo raíz.

El reto no es menor: rescatar lo intangible exige voluntad política, educación con identidad y una sociedad que entienda que la diversidad cultural no divide, sino fortalece. Y ese latido, profundo y antiguo, es el sonido más puro de lo que somos.

 

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