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Entre las calles de Cancún, Quintana Roo, lejos del bullicio turístico, se extiende un lugar donde el tiempo parece detenerse: el Panteón Los Olivos. Ahí, entre lápidas cubiertas de polvo, cruces oxidadas y flores marchitas, trabaja Ramón García, sepulturero desde hace cuatro años.

Su oficio, tantas veces estigmatizado y poco comprendido, es parte esencial de la vida, aunque esté ligado estrechamente con la muerte.

Con una pala en la mano y la mirada serena, Ramón enfrenta cada día una rutina que para muchos sería impensable.

Mientras otros corren hacia oficinas o comercios, él se encamina hacia ese territorio de silencio donde las emociones humanas se desbordan entre lágrimas y despedidas.

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Para él, el panteón no es un lugar de apariciones o leyendas; es su centro de trabajo, un espacio que describe como tranquilo, casi pacífico.

Nunca lo han espantado

Lejos del imaginario popular que asocia cementerios con presencias extrañas o historias de ultratumba, Ramón afirma no haber vivido nada fuera de lo común.

En su experiencia, la muerte no espanta, se respeta. Y es precisamente ese respeto lo que marca su día a día, donde la empatía convive con la rutina.

Acostumbrado a ver el dolor ajeno, Ramón confiesa que con el tiempo ha aprendido a mirar de frente el sufrimiento sin que este lo derrumbe.

Mantiene distancia emocional

Señaló que mantener cierta distancia emocional es parte de la resiliencia que exige su labor.

Su trabajo no sólo implica cavar fosas y mantener en orden las tumbas. Implica también acompañar, en silencio, el duelo de desconocidos, ser testigo mudo de promesas rotas, llantos incontenibles y despedidas definitivas.

Su presencia es constante, aunque muchas veces pase desapercibida.

Panteón Los Olivos, donde Cancún parece callar

El abandono también forma parte del paisaje que recorre, sepulcros olvidados, flores secas y maleza crece entre los pasillos revelan el paso del tiempo y la memoria que se desvanece.

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Aunque su labor de limpieza se limita a lo superficial –por normativas y falta de recursos–, Ramón no deja de notar el olvido que pesa sobre muchos de esos espacios.

En su testimonio hay una lección callada: la muerte, lejos de ser una amenaza, es parte inevitable de la vida y en ese tránsito final, personas como Ramón cumplen una función vital que, aunque discreta, sostiene la dignidad del último adiós.

En el Panteón Los Olivos, donde Cancún parece callar, Ramón García sigue ahí, con paso firme y manos curtidas, cuida de los que ya no están y acompaña, sin hacer ruido, a los que vienen a despedirse.

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