Eros: el hijo de la carencia y la astucia
Por El Minotauro
Dicen que el amor hoy está en crisis. Pero quizá no sea el amor el que agoniza, sino nosotros, los que ya no sabemos qué hacer con él. Nos llenamos de citas rápidas, algoritmos románticos y promesas en formato reel; juramos que buscamos el amor, pero en el fondo lo que tememos es que nos encuentre. El amor, ese viejo mito griego, se volvió notificación intermitente: vibra, suena, aparece… y desaparece cuando más nos ilusiona.
Platón, en El Banquete, nos cuenta que Eros nació en una fiesta. Fue hijo de Poros (el recurso, la abundancia, la astucia) y Penía (la pobreza, la carencia). Ella, pobre y cansada, se coló a la celebración de Afrodita para mendigar algo de placer; él, embriagado del néctar de los dioses, dormía en el jardín. Penía se acercó sigilosamente, se recostó junto a Poros y, sin permiso ni advertencia, lo poseyó. De esa mezcla improbable entre falta y recurso nació Eros: mitad deseo, mitad estrategia; condenado a desear eternamente lo que no posee, pero siempre ingeniándoselas para alcanzarlo.
Y ahí, quizá, está nuestra tragedia contemporánea. Seguimos siendo hijos de esa unión imposible: queremos amar como Poros, con abundancia y control, pero amamos como Penía, desde la escasez, desde la carencia, desde el hambre de ser mirados. El problema no es que no sepamos amar, sino que confundimos el deseo con el llenado del vacío. Creemos que el amor debería curar nuestras heridas, cuando en realidad sólo las revela.
Eros, recordémoslo, no es el dios de lo estable. Es inquietud pura, movimiento, impulso. Su tarea no es darnos paz, sino ponernos en falta. Amar es recordar que no bastamos para completarnos, que hay algo en el otro que no se deja poseer ni traducir. Pero en tiempos de “me encantas”, “te stalkeo”, “te desbloqueo”, “te olvido”, parece que el amor se convirtió en un ejercicio de administración emocional. Ya no queremos amar: queremos que nos amen sin riesgo, sin demora y sin silencio.
Vivimos en una época obsesionada con el “match perfecto”, como si el algoritmo supiera lo que el inconsciente ignora. Pero el amor no se programa: se padece. Se tropieza con un rostro que nos descoloca, con una palabra que nos hiere, con un silencio que nos atrapa. Amar no es encontrar a alguien que nos complete, sino toparnos con alguien que nos desacomode. El amor no cura la falta; la celebra. Y eso, claro, asusta.
Poros y Penía siguen danzando dentro de nosotros. Cuando deseamos, somos Penía: suplicamos, imaginamos, tememos perder. Cuando creemos tener, somos Poros: jugamos a la astucia, manipulamos, prometemos. Pero en esa oscilación entre tener y no tener, entre mendigar y dominar, Eros mantiene viva la tensión que nos hace humanos. Lo que hoy nos enferma del amor es haber querido resolver esa tensión: anestesiar la falta. Queremos amar sin perder, gozar sin arriesgar, entregarnos sin dejar de controlar.
El psicoanálisis lo dijo de otra manera: el amor es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es. Un imposible, una paradoja. Por eso el amor, el verdadero, no puede ser garantizado ni explicado del todo. Tiene algo de locura, algo de error, algo de desborde. Pero en esta época de manuales para todo —“cómo soltar”, “cómo amar bien”, “cómo sanar vínculos”—, convertimos el amor en un taller de autoayuda emocional. Queremos amar con instrucciones y desapegarnos con tutoriales. Como si amar no fuera, ante todo, perder un poco la razón.
El problema de fondo no es el amor líquido, como decía Bauman, sino el amor higiénico: el que evita ensuciarse, el que teme el contacto, el que se protege de la herida. Queremos relaciones “con límites sanos”, “comunicación asertiva” y “autonomía emocional”, todo al mismo tiempo. Palabras bellas, pero a veces usadas para camuflar el miedo a la implicación. El amor, en cambio, es riesgo, exposición, descontrol. Es entrar al banquete sin saber si habrá lugar para nosotros en la mesa.
Eros, hijo de la pobreza y del recurso, vive en esa frontera entre el deseo y la imposibilidad. Por eso nunca envejece: cada generación lo reinventa para volver a fracasar de una manera distinta. Los griegos lo sabían: el amor no promete felicidad, sino movimiento. Lo contrario del amor no es el odio, es el aburrimiento, la neutralidad emocional que hoy se disfraza de madurez.
Tal vez el mayor malestar contemporáneo del amor sea la indiferencia. Nos volvimos consumidores emocionales: pasamos de un vínculo a otro como si fueran productos caducos. Nos atrae la promesa del comienzo, pero no soportamos la intemperie del después. Y sin embargo, por más que lo neguemos, seguimos deseando. Porque el deseo no obedece a la lógica del control ni al mercado de las expectativas. El deseo, como Eros, sigue siendo un mendigo astuto: se arrastra, pero inventa caminos; sufre, pero no se rinde.
El amor, entonces, no es un refugio frente a la carencia, sino una forma de habitarla con dignidad. Es un pacto entre la falta y la astucia: no para completarnos, sino para sostener la pregunta por el otro. Tal vez amar, en este tiempo de vínculos precarios, sea un acto de resistencia. Resistir a la indiferencia, a la saturación, al miedo de sentir demasiado. Amar hoy es casi un gesto político: implica desobedecer la lógica de la eficiencia y aceptar la inutilidad de los afectos.
Porque el amor no sirve para nada. Y precisamente por eso vale todo.
Eros, el hijo de Penía y Poros, sigue borracho, hambriento y errante. Vive en cada mensaje que no llega, en cada abrazo que no alcanza, en cada mirada que se sostiene un segundo más de lo prudente. Y aunque todo a nuestro alrededor nos invita a anestesiarnos, hay algo en nosotros —mínimo, indómito— que todavía quiere sentir. Que todavía quiere desear. Que todavía, a pesar de todo, se atreve a amar.