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Por Eduardo López Betancourt

De pronto, la sequía se vuelve impactante en diversas regiones del país. Se llega a extremos alarmantes: temperaturas nunca antes registradas, campos de cultivo devastados y ganado que muere irremediablemente. En contraste, cuando llega la temporada de lluvias, sus excesos destruyen infraestructuras y, lo más trágico, cobran vidas humanas.

Estados como Veracruz, Tabasco y ahora Hidalgo, Puebla y en general la Huasteca donde se han producido cerca de un centenar de muertes, es impactante la cantidad de damnificados, destrucciones materiales que se han presentado en todas estas regiones. A ello se suman los ciclones, que provocan daños impredecibles. Recordemos, por ejemplo, el huracán Otis, que azotó hace dos años, precisamente en octubre, y destruyó gran parte del bello puerto de Acapulco, cuya reconstrucción aún está lejos de completarse.

La Ciudad de México también ha enfrentado afectaciones graves por lluvias incontrolables, con acumulaciones de hasta 62 y 63 milímetros. Sin duda, la destrucción ambiental provocada por el ser humano nos está cobrando una factura costosa. Esta crisis es consecuencia directa de la irresponsabilidad con que hemos alterado el equilibrio natural, bajo la falsa idea de fortalecer la civilización.

El caso de la capital del país es especialmente preocupante: las lluvias no cesan, el drenaje profundo ha sido rebasado y, además, debemos recordar que fue construido hace 49 años. No solo no se ha ampliado, sino que ha carecido del mantenimiento adecuado. Como resultado, se registran anegaciones de hasta 50 metros de espejo y 40 centímetros de tirante.

La zona oriente de la ciudad ha resultado particularmente afectada: los daños alcanzan hospitales, estaciones del metro y otros servicios públicos. Nos enfrentamos a una situación alarmante, sin precedente.

Es indispensable adoptar medidas urgentes, en especial respecto al drenaje profundo, cuya ampliación y mantenimiento son impostergables.

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