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La fiesta no es un lujo: es una necesidad del espíritu

Henri Lefebvre

La celebración, en todas sus acepciones, es uno de los actos colectivos e individuales más significativos en cualquier cultura y uno de los ritos fundamentales para darle sentido a la vida. 

Entendida como un acto solemne, sagrado o festivo, e incluso como un estado de ánimo, la celebración es indispensable para la dignificación humana y la exaltación del alma. Una persona que no celebra claudica de vivir; un pueblo, se adormece y se vuelve sumiso. 

La celebración es uno de los actos más antiguos de la humanidad. A través de rituales y fiestas que detienen el flujo ordinario de los días, se abre un espacio para la resignificación de la vida, la renovación de las relaciones y la cohesión social. Se trata de un pilar fundamental para colmar las necesidades psicológicas primarias del ser humano, sobre todo la de pertenencia, no solo a un colectivo, sino a la vida misma.

Uno de los aspectos más importantes de la celebración es que nos trae alegría, sin la cual nos consumiríamos en las inevitables tristezas que estamos obligados a sentir. Huir de ellas es huir de la alegría. 

El sociólogo Émile Durkheim señalaba que en las celebraciones colectivas se produce una especie de efervescencia social, una energía que trasciende al individuo y lo reintegra a la comunidad. 

Esa efervescencia es lo que nos permite sentirnos parte de algo mayor, y lo que al mismo tiempo robustece la coexistencia social. No es extraño que las fiestas populares hayan surgido y se mantengan con fuerza incluso en los contextos más adversos: pueblos sometidos, barrios empobrecidos, naciones hambrientas. Allí donde todo parece querer abatirnos, el acto de celebrar irrumpe como una declaración de resistencia.

Celebrar es decir: “seguimos aquí”. Es afirmar que, aunque falten recursos o sobren injusticias, la comunidad no se rinde. No en vano, durante regímenes opresivos, los festejos prohibidos se volvieron actos de subversión, y en tiempos de crisis las reuniones familiares o vecinales son un recordatorio de que lo humano no se agota en las estadísticas de pobreza o en las promesas incumplidas de los gobiernos. Frente al poder que busca uniformar y someter, la fiesta ofrece un respiro y, más aún, una reafirmación de la dignidad colectiva.

Sin embargo, la misma celebración que nos permite la dignidad, puede hacer que la perdamos, cuando el festejo se convierte en mero mecanismo de escape, en evasión de los problemas reales, en “pan y circo” que nubla conciencias mientras perpetúa la desesperanza. En no pocos casos, la celebración se confunde con el exceso: consumo indiscriminado, abuso de sustancias, olvido de todo compromiso. Lo que era un espacio de revitalización termina transformado en anestesia.

Esa doble cara no debería sorprendernos: todo acto humano puede volverse caricatura de sí mismo cuando se desconecta de su raíz. Por eso urge recordar que la celebración auténtica no consiste en huir de la realidad, sino en enfrentarse a ella con más fortaleza. La fiesta verdadera no es alienación, sino reencuentro. Es el momento en que la comunidad se reconoce a sí misma y se promete un futuro. En clave Octavio Paz, la fiesta es la suspensión del tiempo profano y la entrada en el tiempo mítico. Allí está su poder: nos recuerda que no somos solamente engranajes en una maquinaria económica o política, sino seres capaces de darle sentido a la existencia y de ser resilientes en tiempos de crisis.

La resiliencia no se forja solo en la lucha silenciosa de cada día, también en esos instantes de comunión en la alegría, en los que descubrimos que la vida vale la pena.

No se trata de negar las dificultades, sino de aprender a sobrellevarlas con dignidad. La celebración nos devuelve el dominio sobre nosotros mismos, nos permite detentar nuestro mayor poder ante cualquier adversidad: el de ser felices cuando queramos.

Cuando celebramos proclamamos nuestra libertad, desde el cual ninguna desgracia podrá abatirnos.

delasfuentesopina@gmail.com

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