Cada año, a finales de agosto, Angélica deja su hogar en la comunidad de Santa Ana Jilotzingo en el municipio de Otzolotepec, en el Estado de México, para viajar a Puebla y recorrer las calles con un carrito lleno de banderas de todos los tamaños, bigotes, trenzas, aretes, sombreros y muchos más accesorios para vender durante las fiestas patrias.
Desde hace diez años, junto a su marido Alberto, viajan para esta venta anual, que con el paso del tiempo ha disminuido, sin dejar de ser un negocio que les permite mantener a su familia.
“Cuando empezamos a venir a Puebla, vendíamos poco más de 3 mil pesos al día, porque la gente veía los productos y se detenía a comprar. A veces, de una esquina a otra ya habías vendido 500 pesos. Hoy, si vendemos 600 pesos en todo el día, te fue bien; pero si llegas a los mil pesos, tu día fue extraordinario”, cuenta Angélica García a este diario.
Con la risa que la caracteriza, la vendedora mexiquense narra lo agradecida que está con este negocio que, junto con otras actividades en su tierra natal, como la venta de plantas, le ha permitido dar estudio a sus hijos: un joven de 25 años que trabaja en una tienda; otro de 24 que la acompaña a vender, y una mujer de 21 años que acaba de concluir sus estudios de enfermería.
DEL EDOMEX PARA PUEBLA
La venta de accesorios patrios es un negocio iniciado por Alberto, el esposo de Angélica, y su hermano, quien falleció durante la pandemia. Ahora se suma su sobrino.
“Mi esposo es la cabeza de este negocio. Él se encarga de traer a los muchachos que quieren trabajar, de comprar la mercancía que van a vender, de sacar las cuentas para que todos obtengamos ganancia, y también de buscar y pagar la pensión para que vivamos aquí y para que guarden sus camionetitas”, relata.
Ella forma parte de esas ocho personas empleadas. Su jornada -por seguridad- es fijo en la esquina de la 3 Sur y la 27 Poniente, donde comienza a las 9:00 horas y termina cuando su esposo pasa por ella, cerca de las 19:00 horas, para ir a la pensión, cenar, bañarse y dormir.
“Llegamos a Puebla el 24 de agosto, un día antes de salir, y nos vamos el 16 de septiembre a nuestra tierra. Es cerca de un mes fuera de casa, tiempo en el que, más que el cansancio físico, vemos que hay consecuencias para nuestra salud, porque desayunamos y cenamos, eso es seguro, pero comida no hay: sólo picamos galletitas o papas, casi sin tomar agua, aunque hay días de mucho calor”, explica la comerciante.
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Entre los cambios que nota a lo largo de su estancia en Puebla, es el aumento de peso: “Pero no porque comamos bien, sino todo lo contrario, el cuerpo resiente el cambio porque no comemos a nuestra hora, no tomamos agua para no ir al baño a cada rato —porque ir al baño frecuentemente cuesta entre cinco y seis pesos por ocasión— y también hay que saber a quién le encargas tu mercancía”.
“Mi esposo calcula qué se vende más, él compra el material, y nosotros lo armamos. Por ejemplo: en una bandera te dan el palo, la punta y la tela por separado; con los rehiletes, igual: el palo y el adorno son por separado, y nosotros los armamos la noche antes de salir a vender”, cuenta.
La mexiquense se mantiene en un punto fijo por seguridad; sin embargo, el resto del grupo, con calor, lluvia, granizo o cualquier inclemencia, camina por las calles del Zócalo de Puebla, El Mirador, la avenida Juárez o La Ánimas para ofrecer los productos a los peatones o de casa en casa.
La historia de Angélica es como la de muchas mujeres trabajadoras que, aunque extrañen a sus hijos, su hogar y la tranquilidad de su comunidad en Jilotzingo —cuna de los accesorios patrios— saben que esta venta es anual y que lo que logren ganar en este mes servirá como ingreso extra, el cual volverán a tener hasta 2026.