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La alegría no es meramente un sentimiento, es una forma de actuar

Hannah Arendt

 

En tiempos de hartazgo social, noticias devastadoras y horizontes inciertos, la alegría parece un lujo. A menudo se le confunde con ingenuidad, evasión o frivolidad, pero hay otra forma de entenderla: como una postura ética, un modo profundo de resistir el cinismo, la desesperanza y el desgaste moral. Alegrarse, entonces, no es negar la realidad, es darle buena calidad a la vida incluso en los peores momentos.

Existen estudios, como el de Barbara Fredrickson, psicóloga de la Universidad de Carolina del Norte, que han documentado cómo se expande nuestra percepción, se fortalece la resiliencia y mejoran nuestras relaciones con las emociones positivas. Su teoría propone que sentir alegría no sólo genera bienestar momentáneo, sino que amplía nuestras capacidades cognitivas, sociales y físicas. Esto tiene implicaciones cruciales para las comunidades heridas por la violencia o el abandono.

En muchas culturas, la alegría colectiva ha sido una forma ancestral de resistencia. En pueblos desplazados, en barrios empobrecidos, en comunidades racializadas, la música, el baile, la fiesta y el humor han sido escudos frente al dolor. No se trata de negación, sino de afirmación. Cuba es uno de los ejemplos más emblemáticos: ante el abandono, la inflación desbordada, la escasez de alimentos, los apagones y la basura acumulada, persiste la celebración de la vida, no como mero entretenimiento, sino como resiliencia capaz de sostener el ánimo frente a la desgracia y la indiferencia del mundo.

La alegría consciente no depende de que todo esté bien, sino de una elección interior. Decía Victor Frankl, sobreviviente de campos de concentración, que aunque todo nos sea arrebatado, siempre quedará la última de las libertades humanas: elegir nuestra actitud ante cualquier circunstancia. En esa elección cabe la alegría, incluso en medio del dolor.

Esto no implica una obligación superficial de estar contentos, sino una invitación a cultivar la gratitud, el humor, la compasión, el asombro. Elementos que, más que emociones efímeras, son recursos existenciales. Como el aire fresco, no eliminan la contaminación del mundo, pero permiten seguir respirando.

En la vida diaria, la alegría se manifiesta en gestos simples pero potentes, como un saludo afable a un desconocido, un apoyo afectuoso a un necesitado o uno de esos memes característicos del ácido humor mexicano, que se crece ante la adversidad. Estos actos desafían la frialdad convencional con que muchas veces nos sentimos obligados a comportarnos. Son una forma de volver a lo humano.

La verdadera revolución comienza en lo interior, cuando dejamos de vivir mecánicamente y nos abrimos al presente. La alegría es uno de los rostros de esa revolución. Nos hace menos predecibles, más creativos, menos manipulables. Una persona alegre no es alguien que ignora la injusticia, sino alguien que se niega a dejarse moldear por el odio o el miedo.

En un mundo que a menudo glorifica la queja, esta se convierte en estatus. Ser alegre parece casi una disidencia. Pero no hay por qué disculparse por sentir gozo. Tampoco hace falta pregonarlo: basta con vivirlo. Alguien que cultiva su alegría con humildad irradia una forma de sabiduría que desarma a los cínicos y conforta a los cansados.

Por eso, en vez de reservar la alegría para días especiales o para cuando “todo esté resuelto”, conviene entenderla como una práctica cotidiana, algo que se procura. A veces basta un poco de música, una conversación sincera o salir a caminar con atención plena. Nadie está exento de sufrir, pero todos estamos llamados a elegir cómo convivimos con ese sufrimiento.

Hay muchas formas de resistencia, pero pocas tan profundas como la de quien, sin negar el dolor propio y del mundo, sigue apostando por la vida con una sonrisa sincera, un gesto generoso y una mirada limpia. La alegría que importa es la que no huye, no miente, no se rinde.

A ser alegre se aprende, cómo veremos aquí la semana próxima.

 

   @F_DeLasFuentes

delasfuentesopina@gmail.com

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