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Después de ganar el Premio Pulitzer de Memorias o Autobiografía con El invencible verano de Liliana (2021), podríamos obviar la presentación de la escritora mexicana Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964). Pero sería un error, más allá del merecimiento que, contrario a lo anterior, sí es una obviedad. La cuentista, ensayista, novelista y poeta matamorense ha recorrido géneros literarios como ha recorrido espacios geográficos y su propia memoria.

En Había mucha neblina o mucho humo o no sé qué (2016) escribe un homenaje personal sobre Juan Rulfo, sino que reitera la importancia del humor en sus visiones literarias; en Autobiografía del algodón (2020) no sólo esgrime con soltura un mejor intento de su escritura antropológica y geológica, sino que, de la mano del archivo y José Revueltas, (re)construye su propia historia; y luego la historia mencionada en un principio, que cuenta la historia del feminicidio de su hermana mediante un ejercicio polifónico que pone al frente la propia voz de Liliana y se erige como ejercicio ante el silencio y la abdicación provocadas, principalmente, por la violencia machista.

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Años después vino Terrestre (2025), otrora ejercicio especulativo que navega igual entre las crónicas de viaje, los relatos de ciencia ficción y ensayos personalísimos que se encuentran en la búsqueda persistente del origen. Pero no es aseveración lo antes dicho, sino especulación, aunque reservada del ingenio y la pericia de la también autora de Nadie me verá llorarEl mal de la taiga.

Por ello, para dejar de esgrimir, y comenzar a saber, la escritora mexicana platicó con este diario sobre su nuevo libro, publicado por Penguin Random House.

Quisiera comenzar sabiendo por qué defines Terrestre como un libro de relatos de no ficción o qué hace que quede en ese no género.

He dicho que son piezas de no-ficción especulativa, primero, porque hay una relación estrecha con el referente (documentos, entrevistas, etc.) y, como en mis libros más recientes, un proceso largo de investigación alrededor de sus temas. Y, segundo, porque a diferencia de mis libros recientes, aquí la especulación (que se ha utilizado para explorar mundos y futuros posibles) está mucho más presente. En otras palabras, utilicé papeles personales, entrevistas, investigación de campo para hacer lo que en muchos sentidos hace la ficción: imaginar realidades alternativas.

Terrestre parece decirnos que es importante conocer el origen, hurgar en la memoria y escribir para intentar entender, aunque ello en realidad provoque más preguntas que respuestas. Pienso que es, o son, algunas de las inquietudes-obsesiones-preocupaciones en tu literatura. En distintas formas lo encontramos en Nadie me verá llorar, Había mucho humo o mucha niebla o no sé qué, Autobiografía del algodón e incluso en El invencible verano de Liliana.

Interesante que uno le dé vueltas a una misma cosa por tanto tiempo, y que esa misma cosa ofrezca, en cada vuelta, algo nuevo, ¿no? Las obsesiones, decía el psicoanálisis, son obsesiones porque uno no las ve o percibe. En todo caso, creo que este rondar de la memoria tiene menos que ver con la nostalgia o la melancolía, esas ganas de volver a un pasado “mejor”, y más con la sospecha de que todas esas fuerzas que hemos creído derrotadas o extintas, están más bien en suspenso, esperando que nuestra energía las reactive otra vez.

Así con la relación entre el cuerpo y el territorio a través del viaje por tierra. La violencia de la mal llamada Guerra contra el Narco nos ha arrebatado el territorio y, como en aquella película de Las bicicletas son para el verano, ha dejado a generaciones enteras sin la posibilidad de crear un vínculo vital y memorioso con la superficie de la tierra. La escritura, a través de la imaginación, puede enseñarnos que otra manera de vivir es posible. Otros mundos.

Dentro de las páginas de Terrestre, leemos: “No ser de aquí”. Me parece una aseveración llena de libertad, y también entregada a la no pertenencia. ¿Hacia dónde querías ir con el “no ser…”?

José Revueltas argumentaba que pertenecer era el verbo más ardiente del vocabulario. Pertenecer, en su léxico, significaba tener una ubicación—y eso lo tenemos todos, humanos y no-humanos. Me interesa la manera en cómo, a pesar de andar a salto de mata, o precisamente por andar así, somos capaces de generar comunidades. En algún otro momento he llamado a estas formaciones comunidades esporádicas, en relación a la brevedad y al quehacer de las esporas también. ¿Se puede ser de algún aquí mientras uno se mantiene en camino hacia allá? Yo creo que sí.

En el fondo, aunque sea muy evidente, los personajes de este libro están entregados al deseo: lo que este les dicta es lo que ha de hacerse. Con el tiempo, ese rasgo se ha acentuado en tu literatura. ¿Ha sido intencional?

Tienes toda la razón: ese es un libro sobre el deseo. El deseo en ese momento inaugural de la vida que se llama adolescencia, ahí, cuando somos verdaderamente inmortales. Las pajarracas y los chicos e inclusos los pocos adultos que aparecen es estas páginas se cuestionan continuamente su relación con el deseo propio y el ajeno. El deseo, decían, es la falta, y eso nos conmina a buscar. Pero el deseo es también el aire, y la planta del pie, y ese recorrer de sombras. El deseo es la adolescencia. Y viceversa. El deseo es, también, la amistad.

Más tarde en el libro escribe: “Si es memoria, es ficción”. A riesgo de sonar reduccionista, pienso que ahí está lo mucho de lo que es este libro.

Esa es una frase que le escuché alguna vez a Nestor Braunstein, el psicoanalista argentino que vivió tanto tiempo en México. La había leído antes en algunos de sus libros. Lo han dicho tantos, pero la economía de esa frase me ha perseguido ya por mucho tiempo. De ahí, por cierto, la “especulación” con la que adjetivo a estos textos cuyo origen es la noficción. Uno recuerda con dificultad, incluso cuando hay investigación de por medio, que es entrar con cierto orden en la memoria de otros, la memoria se resiste a ser domada. Al final, como decía antes, creo que se trata de reactivar aquellas fuerzas que alienten nuestro deseo, el más puro, el más verdadero.

Por otro lado, también pienso que nos dice que hay mucha vida en todo lo que no fue, como si quedara esperanza de algo cuando existiese la oportunidad de reconstruir los hechos con la escritura.

La escritura convoca, reactiva, genera. Creo que una escritura capaz de producir realidad. Cuando decimos que “no salimos inermes de un libro” o que “un libro nos cambió la vida” lo que estamos diciendo es que ese libro se ha confabulado con nosotros para producir otra forma de vida, ¿y qué otra cosa no es eso sino otra realidad? No se trata nada más, luego entonces, de reconstruir hechos, sino, además, o, sobre todo, de producir una nueva vida.

Para volver un poco al inicio, y reconocer-nos en lo que es el libro. ¿Qué puedes contarnos sobre el título, la decisión de que fueran siete relatos, sobre los personajes (tan entrañables como cada vez), lo sitios donde sucede (que también son conocidos: México, la frontera, y esta vez Belfast), así como el elemento de la naturaleza?

Tardé en darme cuenta (de) que estaba escribiendo este libro. Me encontraba, en realidad, escribiendo otro proyecto largo que me estaba dando mucha lata. Entre una cosa y otra empecé a pergeñar estos textos, nada más por puro gusto. La plática con una especialista en literatura de viajes (Liliana Díaz Chávez), precisamente en Belfast, me obligó a reconocer que esa era la materia de casi todos los relatos que andaba merodeando. Entonces los leí con atención y me fijé que estos desplazamientos, casi todos o en su mayor parte, se llevaban a cabo por tierra. De hecho, ese fue el primer título de este libro: Por tierra.

Otra conversación, una en la que estaba tratando de explicar lo que andaba haciendo, sacó a relucir el adjetivo terrestre. Me gustaron las erres de esa palabra, y la multiplicidad de significados que convocaba. Luego ya seguí armando textos o piezas, como las llamo, con esa perspectiva en mente. Desplazamientos sobre la superficie de la tierra. No el viaje del agente imperial que clasifica a sus vasallos de provincias. No el viaje del turismo ni el viaje ‘instagramático’. El viaje como una incomodidad esencial, el que nos lanza hasta el abismo de afuera y de adentro, transformándonos de raíz. Los personajes de este libro no viajan solos, lo hacen siempre en amistad.

Y aquí, en estas páginas, la amistad es un tema y es un estilo también. ¿Cómo narrar a dos, en colectividad y en disenso? Si la idea misma de personaje conlleva una individualidad (un término bastante neoliberal, por cierto), ¿cómo contar en-relación? De ahí, pues, las argucias formales en cada una de estas piezas.

Este libro, Terrestre, se aloja en las antípodas de lo que fue El invencible verano de Liliana. ¿Sucedió naturalmente o deseabas escapar un poco a lo que significó contar la historia del feminicidio de tu hermana Liliana?

Terreste es el lado B de El invencible verano de Liliana. Los veo a los dos como hermanos siameses, juntos por el mismo lomo, pero avanzando cada uno por su lado. El tiempo cronológico es más o menos el mismo, fin del siglo XX, y los personajes principales tienen más o menos la misma edad que Liliana y su generación, pero estas chicas son las que no cayeron en las garras de los feminicidas, aunque sí enfrentaron la creciente presencia de violencia en su entorno.

A esa energía y esa convicción, a su valentía y arrojo, a su hambre de libertad, se debe esa energía feminista que ha sido tan fundamental para la historia de México y Latinoamérica a la vuelta del siglo XXI. Este (libro) también es una manera de honrar a esas generaciones de jóvenes mujeres que han tomado la plaza pública y el lenguaje público para ayudarnos a contar historias de otra manera y con otros fines. Qué regresen los viajes. Que retomemos todas ese espacio siempre en disputa que es el espacio público. Que respiremos en libertad.

Todo el tiempo te preguntan reflexiones sobre los panoramas literarios iberoamericanos, latinoamericanos, acaso hasta cómo ves la crítica literaria. Y nos interesa, por supuesto. Pero quisiera preguntar, mejor: ¿a quiénes lees?, ¿cómo elige Cristina Rivera Garza sus lecturas?, ¿Llegan por afinidad, por deseo, por mera curiosidad?

Leo de la manera más voraz e indisciplinada que puedo. Me recomiendan cosas, y las leo cuando me las encuentro. Una portada a veces me intriga lo suficiente como para abrirla y entrar en las páginas de un libro. A veces me invitan a presentar un libro y me topo con sorpresas magníficas, como el libro de Roisin O’Donnell, Nesting, que presenté hace poco en el Festival Hay en Gales.

Se ha convertido pronto en uno de mis favoritos. Leo mucho a autoras jóvenes, de las que aprendo un montón: Clyo Mendoza, Claudia Ulloa Donoso, Marina Azahua, Nayeli García, Yuliana Ortiz Ruano, Lydiette Carrión, Juliana Javierre. Leo poetas, muchas poetas. Leo en traducción, por supuesto.

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