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Por Juan R. Hernández

Mina Moreno sabe lo que significa cuidar. Lo aprendió en carne viva durante los últimos meses de vida de su hermana Beatriz, quien murió en 2022 a causa de un cáncer detectado tarde por errores médicos y falta de especialistas. “La cargué, la bañé, la vestí. Me convertí en enfermera, psicóloga y cocinera. Y como yo, hay miles”, relata.

Su testimonio es brutal: paracetamol para un cáncer terminal, cero apoyo psicológico, medicamentos insuficientes y la sensación de que el cuidador también enferma, pero queda invisible. “Cuando el paciente muere, el cuidador queda solo, sin respaldo”, lamenta.

Por eso exige que la futura Ley del Sistema Público de Cuidados vaya más allá del discurso. Que contemple al paciente y al cuidador: distribución efectiva de medicinas, capacitación, atención psicológica y apoyo físico. “No queremos discursos, queremos justicia. Cuidar es amor, pero también desgaste. Y el Estado debe estar ahí”.

La Jefa de Gobierno, Clara Brugada, presentó la iniciativa que busca erradicar la división sexual del trabajo y reconocer el cuidado como un derecho humano. Propone infraestructura, servicios gratuitos y un presupuesto garantizado para que cuidar no siga siendo un destino impuesto a las mujeres, sino una responsabilidad social compartida.

Suena bien. Pero la experiencia de Mina y de miles más obliga a una pregunta incómoda: ¿será esta ley un cambio real o solo un marco legal lleno de buenas intenciones? Porque reconocer, redistribuir y reducir las tareas de cuidado implica romper inercias históricas y asegurar que la promesa no se quede en papel.

El cuidado sostiene la vida. Y si el Estado lo sigue delegando al amor y sacrificio individual, estará incumpliendo con su deber más básico: garantizar que cuidar y ser cuidado no sea un privilegio, sino un derecho tangible.

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