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¿Diagnóstico o encasillamiento? La violencia clínica contra las infancias disidentes

¿Cuándo dejamos de escuchar a los niños para empezar a diagnosticarlos?

Quizá fue el día que empezaron a incomodarnos sus preguntas. O cuando sus juegos dejaron de encajar con nuestras expectativas. O tal vez cuando descubrimos —con una mezcla de temor y vergüenza— que sus deseos no sabían de binarios, ni de pronombres impuestos, ni de cuerpos normalizados. Ahí, justo ahí, activamos el protocolo: pruebas, escalas, cuestionarios, y una etiqueta de manual para contener el escándalo subjetivo que no supimos acompañar.

Así nace la disforia de género en la infancia: un diagnóstico con nombre clínico, con criterios objetivos, con duración mínima de seis meses, con su respectiva dosis de malestar clínicamente significativo. Un diagnóstico que, según el DSM-5, ayuda a identificar “una marcada incongruencia entre el género sentido y el género asignado”. Qué conveniente. Porque lo que realmente hacemos es diagnosticar la incomodidad de los adultos con la libertad de las infancias.

¿Quién decide qué es “intenso”? ¿Quién mide el deseo de jugar con muñecas o de usar vestidos? ¿Quién dictamina si una preferencia por los amigos del otro género es patológica o simplemente una elección afectiva? El criterio 5 dice: “Preferencia intensa por compañeros del otro género”. ¿Perdón? ¿Eso es ahora motivo de evaluación clínica?

El problema no es el diagnóstico en sí, sino el sistema que lo produce y lo utiliza para ordenar el deseo. Un niño que expresa que quiere llamarse con otro nombre, que se identifica con otro género, o que rechaza las categorías que le han sido asignadas, se convierte en sujeto de estudio, de corrección o de vigilancia. Y lo más grave: se le etiqueta con una “disforia” sin preguntarnos si el malestar es suyo o nuestro.

Mientras tanto, nadie habla de esto. Nadie cuestiona abiertamente qué lugar ocupan los estándares de la normalidad en los manuales diagnósticos. Nadie incomoda al DSM. Nadie saca el tema en las reuniones de escuela. Nadie dice que tal vez —solo tal vez— los niños no están equivocados: lo estamos nosotros.

Porque detrás de esta urgencia por clasificar, hay miedo. Miedo a perder el control, miedo a que las nuevas generaciones crezcan sin pedir permiso, miedo a que su deseo no se pueda encapsular ni predecir. Miedo a que nos obliguen a mirar nuestro propio deseo frustrado.

La medicina y la psicología tienen una deuda histórica con la diversidad. Lo que antes fue homosexualidad, después trastorno de identidad de género, ahora es disforia. Cambian los nombres, pero se mantiene la lógica: el cuerpo y el deseo que no se alinean con la norma son etiquetados como problemáticos. Y si ocurre en la infancia, aún peor: no hay posibilidad de agencia, solo tutores que deciden qué es lo mejor.

¿Y si en lugar de buscar un diagnóstico buscáramos una escucha? ¿Y si dejáramos de medir los juegos, los gustos, la ropa y los afectos? ¿Y si acompañáramos en lugar de corregir?

Que quede claro: las infancias no necesitan que las entiendas, necesitan que no las violentes. Y a veces, la violencia viene en forma de diagnóstico, con hojas membretadas, con palabras científicas, con caras amables y bolígrafos listos para tachar lo que no cabe en el casillero.

Lo que duele no es la disforia, es la forma en que la tratamos.

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