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Por Eduardo López Betancourt

CON CIUDADANÍA MEXICANA

La señora Rigoberta Menchú, reconocida internacionalmente por haber obtenido el Premio Nobel de la Paz en 1992, ha sido una figura emblemática en la defensa de los derechos de los pueblos indígenas. No obstante, en los últimos años, su presencia ha estado más vinculada a actos sociales y ceremoniales que al activismo directo. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿sigue comprometida con la defensa activa de las comunidades originarias? Y, en caso afirmativo, ¿ha logrado avances tangibles?

Existen otras interrogantes legítimas. ¿Dónde reside actualmente? ¿Es posible que viva en una zona de alto nivel socioeconómico, como Polanco, y no en alguna comunidad indígena? ¿De qué medios se sostiene? ¿Recibe recursos públicos o de organismos internacionales?

No se trata de desacreditar a una mujer que ha tenido un papel destacado a nivel global. Sabemos que Rigoberta Menchú nació en Guatemala y que desde hace años mantiene vínculos estrechos con México, país en el que ahora reside. Su trayectoria incluye una valiosa contribución a la elaboración de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas en la ONU, así como su nombramiento como Embajadora de Buena Voluntad por parte de la UNESCO.

Lo que ha causado sorpresa en días recientes es la noticia de que se le ha otorgado la ciudadanía mexicana. Este hecho abre un debate más amplio: cuando una persona solicita una nueva nacionalidad, ¿está implícitamente renunciando o rechazando la suya de origen? Sabemos que en algunos contextos esto obedece a razones de persecución política o necesidad urgente, pero en otros casos podría interpretarse como un distanciamiento de las propias raíces.

La figura simbólica de “pisar la bandera” al aceptar otra nacionalidad puede resultar extrema, pero encierra una inquietud válida: ¿qué representa el cambio de nacionalidad para alguien que fue premiado precisamente por representar a su país de origen y a sus pueblos indígenas?

El orgullo por la propia nacionalidad es algo que muchos llevamos profundamente arraigado. En lo personal, me siento orgulloso de ser mexicano y no me veo buscando otra ciudadanía. Hoy en día, sin embargo, tener doble nacionalidad se ha vuelto común. Para algunos, ello representa una ventaja legítima; para otros, un recurso que se presta a beneficios indiscutibles.

No se trata aquí de emitir un juicio definitivo sobre doña Rigoberta Menchú, sino de abrir un espacio de reflexión crítica. ¿Puede alguien representar con la misma fuerza a un pueblo cuando decide cambiar de ciudadanía? ¿Qué implica eso en términos éticos, simbólicos y sociales?

Preguntas que, sin duda, merecen respuestas serias.

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