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En medio de una tormenta de acusaciones cruzadas entre gobiernos, agencias regulatorias y entidades financieras, el ciudadano vuelve a quedar atrapado en el fuego cruzado. Esta vez, el epicentro del escándalo lo ocupan tres instituciones mexicanas señaladas por el Departamento del Tesoro de EU como piezas clave en una red de lavado de dinero vinculada al crimen organizado. Las consecuencias no tardaron en llegar: intervención temporal de la CNBV, cancelación de operaciones, y un golpe directo a la estabilidad del sistema financiero mexicano.

Es cierto que las entidades involucradas representan cerca del 2% de los activos del sistema bancario nacional. Pero reducir su relevancia a una cifra porcentual es no entender su verdadero peso. No se trata sólo de su presencia bursátil, sino de su función estructural en la vida económica cotidiana; pues una vez emitido el señalamiento desde Washington, se activaron mecanismos automáticos: bloqueo de líneas internacionales, suspensión de operaciones y congelamiento de pagos.

CIBanco, por ejemplo, no es un actor marginal. Es columna vertebral de cientos de fideicomisos inmobiliarios, certificados bursátiles y proyectos estructurados. Su rol como fiduciario lo convertía en pieza clave para mantener en marcha un universo de operaciones financieras. Por ello, su inclusión en la lista de entidades de “interés prioritario” desató un efecto dominó, donde si bien el sistema sigue operando, la confianza ya no.

De hecho, analistas advierten que este tipo de señalamientos podría generar caídas bursátiles de doble dígito, incluso en instituciones no implicadas. Es la manifestación financiera del miedo. Y ese miedo se traduce en fuga de capitales, encarecimiento del crédito, endurecimiento de criterios de préstamo y, finalmente, en el traslado de costos al cliente final. A usted. A mí.

Por eso, más allá del ruido diplomático y los tecnicismos regulatorios, hay una víctima que no figura en los boletines oficiales: el ciudadano de a pie. Cuando se congela un banco, no se inmovilizan activos millonarios; se detienen hipotecas, se esfuman ahorros familiares, se aplazan cirugías, pagos escolares, nóminas de pequeñas empresas y transferencias vitales para miles de hogares. Se suspende —sin previo aviso— la arquitectura invisible que permite que la vida funcione.

En ese sentido, el centro del problema no está en la validez de las acusaciones, sino en el mecanismo de impacto. Un señalamiento de esta magnitud, con efectos inmediatos sobre la operatividad de una institución financiera, desata consecuencias que rebasan cualquier sala de juntas o documento judicial.

Por ello, mientras se definen responsabilidades legales, lo urgente es atender el vacío operativo que ha dejado la incertidumbre en el ciudadano de a pie. Porque en el sistema financiero moderno, donde cada cuenta, cada pago y cada transferencia son nodos de una red mayor, el colapso de confianza no se traduce en titulares ni matices técnicos, sino en un miedo generalizado.

 

Consultor y profesor universitario
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