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El primero que no huyó del fuego

Por El Minotauro

Me gusta imaginarlo así: un grupo de humanos primitivos corre despavorido mientras una llamarada devora el bosque cercano. El cielo es rojo, el aire huele a carne quemada y ramas ardiendo. Todos huyen, todos… menos uno.

Uno se queda. Lo llaman loco. Lo empujan. Le gritan que corra, que el fuego mata. Y es cierto: el fuego mata. Pero él no corre. Se queda ahí, tal vez con la misma temblorosa obstinación con la que más tarde otro se atrevería a mirar de frente a un muerto, y más adelante alguien más decidiría escuchar, con extraña paciencia, a otro que delira. El primero que no huyó del fuego inauguró, sin saberlo, una civilización.

Ese momento, el de no huir del fuego, me parece una metáfora perfecta del origen de lo humano: cuando el instinto dice “huye”, pero algo —llámese deseo, fascinación, locura o lucidez— dice “quédate”. Ese gesto de permanecer frente a lo que quema, de no retroceder ante lo que asusta, es lo que marca la diferencia entre sobrevivir y vivir. Porque sobrevivir lo hacen los animales. Pero vivir, vivir con sentido, vivir sabiendo que te puede doler, enfermar, traicionar, eso… eso es más complicado.

El fuego era lo más parecido a un dios. Brillaba en la oscuridad, destruía todo a su paso, era incontrolable y, sin embargo, daba calor. Cocinaba. Protegía. Reunía. El fuego fue el primer síntoma divino: algo que fascina, que aterra y que transforma. Y ese hombre —ese primero que no huyó— fue el primer hereje y el primer terapeuta. Porque supo que lo que más daño hace también puede ser lo que más cura. Que no hay evolución sin riesgo. Que no hay conocimiento sin pasar por lo traumático.

Pienso en ese hombre cuando veo las llamas modernas que nos rodean. Incendios digitales de opiniones furiosas, cancelaciones, verdades absolutas gritadas en mayúsculas. Me pregunto quién se queda hoy frente al fuego, quién lo observa sin extinguirlo ni avivarlo, solo para comprenderlo. Y me temo que cada vez somos menos.

Vivimos en tiempos en los que huir es fácil y está bien visto. Huir de los conflictos, huir del dolor, huir del otro. Huir de uno mismo. Tenemos toda una industria del bienestar construida para enseñarte a escapar de tu fuego interno. Respiraciones, afirmaciones, meditaciones exprés, mantras en packaging reciclable. “No pienses en eso”, te dicen. “Cambia tu energía”, te ordenan. Y así, en lugar de domesticar el fuego, lo negamos. O peor, lo vestimos de colores pasteles y lo subimos a Instagram con música de fondo. Pero sigue ardiendo.

Yo me dedico a escuchar. Y cada vez escucho más fuegos silenciados. Gente que se quema por dentro mientras sonríe en fotos grupales. Personas que, incapaces de entender su propio incendio, lo proyectan en los demás. Padres que exigen felicidad a sus hijos como si se tratara de un KPI emocional. Políticos que prometen apagar los fuegos sociales con gasolina. Jóvenes que se automedican, que se mutilan, que se disocian. Porque nadie les enseñó a quedarse. Porque nadie se quedó con ellos frente al fuego. Porque todos les dijeron que tenían que estar bien, sin importar qué.

Pero estar bien no es lo mismo que no arder. El que aprende a estar con el fuego aprende también a no temerle tanto a la vida. Porque la vida —y esta es la parte que no viene en las apps de meditación— duele. Duele perder, fracasar, envejecer, amar. Pero también, y esto es lo que la civilización parece olvidar, duele crecer. Porque crecer es eso: dejar de huir del fuego y, con suerte, aprender a encenderlo con sentido.

A veces me pregunto si todavía estamos civilizados. Si ese fuego que alguna vez reunía a la tribu ahora no se ha vuelto una pira donde quemamos al diferente, al que duda, al que siente raro, al que incomoda. Cancelamos en nombre de la pureza, encendemos hogueras morales con la misma celeridad con la que antes quemaban brujas. Solo que ahora se hace en redes sociales, con filtros, emojis y hashtags. Y así, el fuego que un día dio origen al lenguaje, a la cocina, al arte y al pensamiento, se convierte en herramienta de castigo. En lugar de quedarnos para entender qué nos quema, preferimos señalar al que huele a humo y acusarlo de ser el culpable.

Tal vez por eso me gusta esa imagen del primer hombre que no huyó. Porque no fue un héroe, no fue un mártir, no fue un influencer del paleolítico. Fue alguien que, simplemente, no se dejó llevar por el pánico. Alguien que aguantó un segundo más. Que supo mirar el fuego y ver en él no solo una amenaza, sino una posibilidad. Me gusta pensar que lo miró a los ojos, como se mira a un enemigo con el que uno sabe que tendrá que convivir el resto de su vida. Y que, a partir de ahí, hizo lo más humano que se puede hacer: quedarse. Aguantar el calor. Y luego, invitar a otros.

Hoy, frente a tantos fuegos modernos —sociales, emocionales, climáticos, políticos—, necesitamos con urgencia gente que no huya. Que no apague. Que no reaccione por reflejo, sino por deseo. Que en vez de gritar “¡incendio!”, diga “aquí hay algo que puede cambiarlo todo”.

No sé tú, pero yo prefiero ser de esos. De los que se quedan. Aunque me queme un poco. Aunque me llamen loco. Aunque me duela.

Después de todo, fue el primero que no huyó quien nos dio la primera chispa de humanidad

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