A diferencia del Donald Trump de 2017-2021, el Donald Trump de 2025-2029 aparece ya como un político igualmente estridente pero con una estrategia de reconstrucción interna del poder político estadounidense.
Las protestas en todo Estados Unidos el día del desfile militar por los 250 años del Ejército y los 79 años del Presidente introdujeron un concepto que sirve para la crítica estridente en las calles, pero oculta que el problema real de EU es interno, en el fondo de su estructura de poder y desde luego afectando a toda la sociedad estadounidense.
“No King”, gritaban pancartas y personas, diciendo que el presidente Trump se estaba convirtiendo en un rey estadounidense. Algo habían contribuido las tentaciones de poder del propio Trump, como la remodelación del Despacho Oval para hacerlo muy parecido a los palacios de Aladino o de Sadam Husein.
Lo que ha hecho el presidente Trump -y es lo que no se quiere discutir a nivel de raciocinio intelectual- ha sido consolidar la construcción de lo que se llama ya la presidencia imperial por la concentración del poder absoluto en la figura del Ejecutivo federal, algo que ocurre en mayor o menor medida en los regímenes presidencialistas, como el mexicano, por ejemplo.
Y no es de ahora. El académico Arthur M. Schlesinger Jr., colaborador progresista del presidente John F. Kennedy, escribió un ensayo crucial en 1974 -hace poco más de medio siglo- para caracterizar al Poder Ejecutivo de Estados Unidos o la Casa Blanca como “la presidencia imperial”. Y desde principios de siglo XX hasta la fecha el Ejecutivo estadounidense ha avasallado a los demás poderes: el legislativo y el judicial que dicen que los padres fundadores crearon como contrapesos, hoy son apéndices al servicio de la Oficina Oval o Palacio Oval.
Trump no quiere ser rey, sino que como todos los presidentes estadounidenses es un presidente con funciones absolutas, muy similares si no es que calcadas de cualquier presidente caribeño del tercer mundo.
Zona Zero
La información del Departamento del Tesoro contra tres empresas mexicanas -hasta ahora, porque dicen que vienen más- para acusarlas de lavado de dinero del narco fue un golpe contundente contra la estructura empresarial mexicana, pero –como se vio de manera obvia en medios- afectó severamente al expresidente López Obrador por su relación con Alfonso Romo, dueño de Vector, una de las empresas intervenidas. Ahora Romo no sólo tiene que responder a la acusación del Tesoro, sino también encarar la defensa de su amigo el expresidente.
(*) Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
@carlosramirezh