Hay errores que una sociedad sólo puede permitirse una vez. La pandemia nos dejó una lección brutal: sin trabajadores, no hay economía que resista. Sin la mano de obra necesaria, el andamiaje productivo se desmorona. Y, sin embargo, aquí estamos otra vez, al borde de repetir ese error. Pero esta vez no por catástrofe natural, sino por decisión de Estado.
Desde que retomó el poder, Trump ha promovido un endurecimiento de medidas que ya han tenido un impacto inmediato y documentado: la fuerza laboral nacida en el extranjero ha caído en un promedio de 150 mil personas por mes.
Esto se agrava con lo declarado por Pam Bondi, quien asume que México debe ser considerado un “país adversario”, equiparándolo con Irán, Rusia y China, por permitir la operación de cárteles, aunque reportaron una baja del 26% en muertes por fentanilo y una reducción del 28% en decomisos. Este endurecimiento discursivo y financiero no es sólo una respuesta a la crisis de salud pública, sino una maniobra que coloca la relación bilateral en una posición delicada.
Estados Unidos no depende de la inmigración por ideología, sino por demografía. La población envejece. Los sectores más demandantes enfrentan vacantes crónicas. Lo saben los agricultores del Midwest, los constructores en Texas, los hoteleros en Florida. También lo sabe Trump, aunque su retórica lo niegue y emprenda una nueva ofensiva contra instituciones financieras mexicanas bajo el FEND Off Fentanyl Act.
Y a pesar de ello, Trump enfrenta un dilema estructural: su plataforma política lo obliga a castigar la inmigración, pero la economía que dirige depende de ella. Pretende combatir el déficit comercial, limitar las importaciones y relocalizar la producción, mientras asfixia al sistema laboral que sostiene ese objetivo. Es, en el fondo, una paradoja nacionalista: no se puede cerrar la frontera y, al mismo tiempo, mantener el motor encendido.
A diferencia de otros países industrializados que han apostado por programas de formación técnica, productividad en construcción o automatización selectiva, Estados Unidos ha construido una economía que se sostiene sobre la población migrante. Y desmontar esa realidad, sin una transición ordenada, es como quitarle el suelo a un edificio que aún está habitado.
Quizá lo más preocupante no sea la política migratoria en sí, sino la memoria corta. Ya lo vivimos: durante la pandemia, el país experimentó una escasez laboral crítica que disparó precios, colapsó cadenas de suministro y redujo el crecimiento. Fue necesaria una reapertura migratoria —como la que promovió la administración anterior— para estabilizar la situación.
Hoy, si se reimplanta una política de deportaciones masivas, cancelación de permisos y redadas mediáticas, no hará falta esperar mucho para ver las consecuencias. No cabe duda que la economía estadounidense no necesita una frontera sellada.
Necesita una política migratoria funcional, sensata y adaptada al siglo XXI. Lo otro es jugar con fuego. O peor aún: con el hambre, la vivienda y la salud de millones. Al final, el verdadero muro no es el de concreto o acero. Es el que separa la ideología de la realidad. Y ese, tristemente, es más difícil de derribar.
Consultor y profesor universitario
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