La verdad según tu ombligo
Por El Minotauro
Hay una categoría de pelea que todo terapeuta de pareja conoce bien. No empieza con un grito, sino con un silencio tenso. Le sigue un reclamo encubierto de cortesía (“¿vas a cenar aquí?”), luego una observación pasivo-agresiva (“es curioso cómo tú nunca…”) y finalmente, la explosión. ¿El motivo? Nadie lo recuerda con precisión, pero ambos están convencidos de tener la razón.
Uno dice: “me dejaste solo el martes por la noche.”
El otro responde: “pero si yo te dije que tenía junta.”
Uno insiste: “lo dijiste como si no te importara.”
El otro revira: “¡no puedo hacer nada si tú lo sientes así!”
Y ahí está el corazón del asunto: las parejas no discuten por los hechos, sino por las versiones. No pelean por lo que pasó, sino por cómo lo vivió cada uno. Y cada uno lo vivió desde su propio centro del universo: su ombligo emocional.
La palabra ombligo viene del latín umbilicus, y tiene una raíz fascinante: se relaciona con el centro, el eje, lo que sostiene o conecta. El ombligo es, literalmente, la primera herida con la que llegamos al mundo. El recuerdo de que alguna vez fuimos uno con alguien más. Que estuvimos conectados. Que alguien nos sostuvo. Después nos cortaron, y desde entonces vivimos intentando encontrar a alguien que nos devuelva esa sensación de unidad perdida. ¿Quién mejor para esa misión que la pareja?
Pero entonces, la tragedia. Porque en vez de encontrar al Otro que me devuelva al paraíso prenatal, me topo con otro ombligo. Otro centro del mundo. Otro mapa emocional que no coincide con el mío. Y cuando dos ombligos intentan ocupar el mismo lugar, empieza la guerra de las verdades.
Un paciente me dijo alguna vez: “es que ella vive en una película distinta a la mía.” Y yo pensé que, en realidad, eso es cierto para todos. Cada quien protagoniza su propia narrativa, tiene su soundtrack, su montaje emocional, su trama. Lo que para uno es abandono, para el otro es libertad. Lo que para uno es cercanía, para el otro es invasión. Y sin embargo, ambos exigen ser validados como si su verdad fuera universal.
Uno de los errores más comunes en las relaciones es creer que “si me amas, vas a ver las cosas como yo.” Eso no es amor, es sometimiento afectivo. Es usar el cariño como chantaje epistemológico. Porque si el otro dice: “yo no lo viví así”, en vez de escuchar, interpretamos que nos está negando, minimizando o invalidando. Y respondemos no con curiosidad, sino con ataque.
La clínica lo muestra sin adornos: muchas parejas llegan no porque ya no se quieran, sino porque ya no pueden hablar sin destruirse. Porque se han atrincherado en sus versiones como si soltar un poco la propia fuera perder la identidad. La conversación deja de ser vínculo y se convierte en tribunal. Y lo más trágico es que ambos acusan al otro de lo mismo: de no ceder, de no escuchar, de querer imponer su verdad.
Pero ¿qué es la verdad cuando hablamos de vínculos?
En psicoterapia no trabajamos con hechos, sino con significados. Con realidades psíquicas. Con la forma en que cada quien organiza su mundo interno. Si una persona dice “me sentí traicionado”, no importa si el otro actuó con buena intención: la herida es real, aunque los hechos no coincidan. Y negar eso es repetir el abandono desde otro lugar.
La terapia de pareja, entonces, no busca mediar ni repartir culpas. No está para decidir quién tiene razón. Su tarea es más modesta y más revolucionaria: crear un espacio donde dos realidades subjetivas puedan coexistir sin aniquilarse.
Eso implica algo difícil: renunciar al trono del ombligo. Reconocer que mi versión no es más válida por ser mía. Que mi dolor no me da el monopolio de la interpretación. Que el otro no tiene la obligación de sentir como yo, pero sí de interesarse en cómo lo viví. Y que el amor no se mide por cuántas veces el otro me da la razón, sino por cuántas veces se atreve a ver el mundo desde mis ojos, aunque sea por un momento.
Volvamos a la escena inicial. La pareja discute. Uno dice que fue ignorado, el otro que hizo lo mejor que pudo. Uno grita, el otro se encierra. Ambos están heridos. Ninguno quiere ceder. Cada quien protege su versión como si fuera un órgano vital.
Y quizás lo sea. Pero si el amor es posible —y aún lo es, a veces—, será no porque uno convenza al otro de ver la vida desde su ombligo, sino porque logren compartir el mapa sin reducirlo a una sola ruta. Porque aprendan que vivir juntos no es coincidir siempre, sino acompañarse mientras cada uno carga con su historia, su miedo, su deseo.
Y que, con suerte, alguna noche, mientras lavan los platos en silencio, uno diga:
“Sé que tú lo viviste diferente… ¿puedes contarme cómo fue para ti?”
Eso —no el acuerdo, no la razón—.
Eso es amor.