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Aceptar es adaptarse con dignidad;

resignarse es dejar de creer en la posibilidad

Viktor Frankl

 

Las palabras tienen un inmenso poder, nos determinan psicológica y culturalmente, tanto aquellas que nos impactan, como las que nos pasan desapercibidas, por ser parte de nuestra cotidianidad. Se infiltran en nuestras conversaciones, en nuestras decisiones, en nuestros silencios. Moldean la forma en que vemos el mundo y nos pensamos dentro de él. A veces, una palabra repetida sin conciencia basta para definir una época, una cultura o una actitud colectiva.

En ese sentido, pocas son tan reveladoras como el “ni modo” mexicano, parte troncal de nuestro pensar y sentir, más tendiente a la resignación que a la razonable aceptación, y siempre aplicable cuando algo frustrante, molesto, ofensivo, peligroso, injusto, e incluso hiriente, comienza a regularizarse hasta normalizarse. Es un fatalista amén, un desalentador “que así sea, pues”.

“Ni modo” parece, en apariencia, una frase de consuelo. Nos invita desde la sabiduría popular a aceptar lo que no podemos cambiar. Y en efecto, hay situaciones en que su uso es sano, hasta necesario; por ejemplo, tratándose de pérdidas irreparables. En esos casos, el “ni modo” es dejar de luchar contra la realidad, abrazar el límite humano. Pero hay otros momentos, más comunes y muy peligrosos, en que el “ni modo” se convierte en nimodismo: una forma de evadir la responsabilidad y el conflicto o de conformarse con el infortunio con indiferencia aprendida.

Cuando se dice frente a la violencia, la injusticia social, la censura, la opresión, el cinismo, la discriminación y la violación de derechos, provenga todo ello de donde y de quien provenga, el “ni modo” es la forma más costosa de vida en lo personal y lo colectivo. Se paga un alto precio en mediocridad, subdesarrollo y pobreza.

El “ni modo” convertido en nimodismo es toda una narrativa de impotencia, de falta de alternativas. En las historias personales se escucha todo el tiempo, explícita o implícitamente: “ni modo, así me criaron”; “ni modo, me tocó esta pareja”; “ni modo, ya no tengo edad para cambiar”. Cada una de estas frases conlleva un duelo que no se vivió, un deseo archivado antes de tiempo, un derecho cedido, un límite sin trazar, pero, sobre todo, autoabandono. Lo mismo sucede en la dimensión colectiva.

Lo preocupante no es que se diga “ni modo” una vez, sino que se viva desde ahí. Que se armen las historias personales y colectivas desde una voz resignada, que no cuestiona, que no se permite imaginar algo distinto. Porque eso mata la esperanza, y sin esperanza no hay proyecto, y sin proyecto se vacía la vida.

Sin embargo, cada “ni modo” puede ser una puerta para revisar si se está aceptando lo inevitable o renunciando a lo posible: ¿esto realmente no tiene remedio o simplemente he aprendido a creer que no vale la pena intentarlo?, ¿este “ni modo” me está cuidando o apagando?

No se trata de eliminar la frase del vocabulario, sino de usarla con conciencia, de distinguir entre la aceptación sabia y la resignación precoz que amarga. Saber la diferencia es un acto de madurez emocional y ciudadana. Lo que en esencia hay detrás del “ni modo” resignado es miedo y dolor, pero todos los miedos desaparecen cuando se enfrentan y los dolores sanan cuando se aceptan.

Antes de cualquier ni modo hay que preguntarse, “¿y ahora qué podemos hacer?”. Esa pequeña rebelión semántica puede ser el inicio de una nueva forma proactiva de estar en el mundo. Vivir no es solo adaptarse, también es imaginar, resistir y construir. Cada vez que se olvida, hay alguien que gana con la resignación ajena.

Así que la próxima vez que diga “ni modo”, escúchese con cuidado. Tal vez por ahí haya una conversación pendiente de atender, o una acción que no se ha dado permiso de intentar. Recuerde que hay derrotas que valen la pena, cuando la alternativa es una resignación demoledora.

 

    @F_DeLasFuentes

delasfuentesopina@mail.com

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