El mundo vuelve a tambalearse. Un ataque sorpresa de Estados Unidos contra Irán ha dejado a la comunidad internacional en estado de estupor. La declaración del presidente norteamericano —“AHORA ES TIEMPO DE PAZ”— parece más una justificación que una promesa. Las implicaciones son preocupantes: si la diplomacia ha sido descartada, ¿qué clase de paz se pretende construir? Irán, por su parte, tiene tras de sí una larga y oscura historia de belicismo. Y no hablemos ya de otros actores involucrados en el conflicto.
Más allá del análisis geopolítico inmediato, el episodio despierta una vieja pregunta filosófica: ¿es posible la paz entre naciones? ¿O estamos condenados a una perpetua recurrencia de conflictos bajo distintos pretextos? Estas preguntas me llevaron de regreso a un pequeño, pero incisivo ensayo escrito por Immanuel Kant en 1795: Hacia la paz perpetua.
El texto propone una arquitectura normativa para evitar la guerra entre Estados. En la primera parte, Kant enuncia seis artículos preliminares que apuntan al desarme progresivo, al respeto entre soberanías y a la eliminación del intervencionismo. El presupuesto es claro: los Estados no deben instrumentalizarse entre sí para fines particulares. Lo contrario —usar a otros como medios para obtener ventajas— perpetúa la lógica de la guerra.
En la segunda parte, Kant presenta tres artículos definitivos. El primero exige que la constitución civil de cada Estado sea republicana —es decir, que se base en el imperio de la ley y en el consentimiento de los gobernados—. El segundo pide la constitución de una federación de Estados libres que garanticen la seguridad colectiva. El tercero propone un principio de hospitalidad universal, limitado pero eficaz, como base del derecho cosmopolita. Kant no habla de un gobierno mundial, sino de un marco jurídico que evite la guerra como norma.
Resulta llamativo que este texto, escrito en un contexto radicalmente distinto al nuestro, siga ofreciendo claves para pensar el orden internacional. En lugar de discursos que invocan la paz para encubrir actos de fuerza, Hacia la paz perpetua propone condiciones institucionales y éticas que hagan de la paz algo más que una declaración retórica.
No es un programa utópico. Es un recordatorio —incómodo pero necesario— de que, incluso entre Estados, la ley debería prevalecer sobre la voluntad del más fuerte.