Joan Didion, escritora estadounidense, en su espléndida obra The Year of Magical Thinking (2005), nos lleva a vivir intensamente su proceso de duelo —ante la sorpresiva muerte de su esposo. El libro comienza con las siguientes líneas: La vida cambia rápidamente. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida, como la conoces, llega a su fin… La vida cambia en un instante. Un instante como cualquier otro. *
Robert D. Kaplan, en The Tragic Mind (2023), alude a la idea de Sófocles —en su obra Edipo Rey—, sobre que la catástrofe puede golpear a la persona más exitosa y poderosa en cualquier momento, reduciendo la vida más maravillosa y privilegiada a cenizas. *
La vida puede cambiar para cualquiera en un instante. No sabemos cómo, no sabemos cuándo, menos sabemos por qué, hasta que llega ese momento y nada vuelve a ser igual. Tristemente, en México, esta realidad, se nos presenta de una forma cada vez más cercana y, sobre todo, más violenta.
Hace unos días murieron en un ataque artero —que transgredió límites antes respetados por los criminales—, Ximena Guzmán y José Muñoz, secretaria particular y jefe de asesores de la jefa de Gobierno de la Ciudad de México. Los servidores públicos fueron asesinados, a plena luz del día, en una importante avenida de la capital del país. La vida de los familiares y seres queridos de las víctimas cambió en un segundo sin siquiera imaginarlo. Seguramente la de Clara Brugada también.
Para los habitantes de esta ciudad —y del país—, la vida, a causa de la violencia, el crimen y la inseguridad, tiene tiempo de haber cambiado. Ya no vivimos en paz; ya no hay confianza de que nosotros o nuestros hijos regresaremos con bien a casa. Ya no podemos trasladarnos tranquilos en el transporte público; menos viajar en carretera como hacíamos de pequeños con nuestros padres. Los niños ya no pueden salir solos en bici a explorar la colonia donde viven; los adolescentes transitan por terrenos peligrosos, reales y digitales, todos los días. Las mujeres deben andar sin distracciones por las calles, atentas de que nadie las siga o, incluso, las observe. No sabemos cuándo, en nuestro andar cotidiano, saldremos sorteados en la tómbola de la tragedia.
Los hechos del martes pasado son un crudo recordatorio de que aquí, como narraba José Alfredo Jiménez, la vida no vale nada o, si acaso, cada vez vale menos. Son sucesos que abonan al sentimiento de desamparo de la sociedad. Tengo la sospecha de que ese sentimiento ya no solo lo compartimos los ciudadanos, sino también quienes gobiernan, al menos aquellos que están libres de complicidades y contubernios con la delincuencia. La autoridad comienza a percibirse abrumada.
Si como se planteaba en Edipo Rey la catástrofe puede golpear a la persona más exitosa y poderosa —como vimos con estos funcionarios del círculo cercano de quien gobierna la ciudad más importante (y vigilada) del país— qué pueden esperar los burócratas y ciudadanos comunes. Nuestra vida puede reducirse a cenizas en cualquier momento. Como bien decía Didion, la vida nos puede cambiar en un instante; en un instante como cualquier otro. Y, nosotros, nunca volver a ser los mismos.
* Traducción propia
@isilop