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Si usted está al tanto del mundo futbolístico nacional, sabrá de una noticia devastadora (o alegre, según sea el caso): ganó el América. Entre vítores, gritos, algún comentario altisonante y baños de cerveza (o algún líquido de color afín), la afición azulcrema le demostró al Cruz Azul, a quien jamás le volveré a creer, quién dominó en la cancha (aunque algunos de mis amigos me dicen que sus dos goles fueron de pura chiripa).

Desde su fundación en 1916, el América ha sido la espina en el costado de muchos fanáticos del futbol. Ha ganado tanto que circulan múltiples teorías sobre sus victorias: que compran árbitros, que arreglan los partidos e incluso algunos afirman que simplemente son buenos (añadiendo el típico comentario del “ódiame más”). El equipo no solo carga con el peso de sus propios éxitos, sino también con el resentimiento colectivo que provoca su constante protagonismo en el futbol nacional.

Pero mientras reflexiono desde la pena y la tristeza, me pregunto: ¿odiamos al América porque siempre gana o hay algo más? ¿No estamos ante un caso de tribalismo?

El tribalismo es un concepto de la sociología que hace referencia a la fuerte lealtad, apego o identificación de un individuo con su propio grupo social, comunidad o tribu. Frecuentemente, el tribalismo es excluyente, ignora y margina a quienes no pertenecen a la propia tribu. Se caracteriza por una percepción casi irracional de lealtad hacia los “nuestros” y desprecio hacia los “otros”. Es una especie de lente distorsionada que convierte al rival en un enemigo, al adversario en una amenaza y al equipo propio en una especie de patria chica.

Suponiendo lo anterior, podemos entender por qué se ve con normalidad (sic) “bautizar” a los fanáticos más pequeños con cerveza o presenciar la completa pérdida de civismo (en otras palabras, el zafarrancho) cuando hay una goliza. La persona pierde algunos rastros de su individualidad para fundirse con la masa; olvida sus reglas personales para convivir con la tribu. Lo que en circunstancias normales sería condenable o ridículo se convierte, bajo el influjo tribal, en un ritual comunitario donde el exceso es la norma y la razón se convierte en víctima de la euforia colectiva.

Pertenecer a un equipo no solo es elegir una playera o un color en específico (aunque en contados casos es así; a esos tales se les llama villamelones). Pertenecer a un equipo es elegir una tradición familiar, un “rebaño” (comentario sin ninguna afinidad a las Chivas) que te acompañe en las victorias más gloriosas o en las derrotas más vergonzosas (como las del Cruz Azul). Esto no es, en principio, algo malo. Unir a familiares y amigos en un solo lugar para disfrutar con vítores o lamentaciones lo que 22 pelados hagan en un campo de juego es un espectáculo hermoso. La pasión compartida construye comunidad, forja identidades y, por qué no, permite a muchos escapar de la monotonía diaria.

Sin embargo, el problema surge cuando el entusiasmo colectivo se convierte en una excusa para la irracionalidad y el descontrol. No es casualidad que las aficiones más fanáticas suelan ser también las más polarizantes: el fervor mal encauzado termina degenerando en violencia, insultos y una especie de ceguera compartida que no permite el diálogo. De alguna forma, el “odio al América” se ha convertido en un fenómeno que va más allá del deporte: refleja una suerte de antagonismo visceral hacia quien tiene éxito continuo, hacia quien parece estar condenado a la gloria.

¿Es esto una forma de justicia simbólica? Tal vez. Al final del día, el futbol también es un escenario donde se reflejan nuestras frustraciones cotidianas, nuestras pequeñas venganzas imaginarias contra los que siempre están en la cima. Y así, odiar al América se convierte en un ritual de resistencia simbólica, una catarsis colectiva que libera algo más profundo que la simple rivalidad deportiva.

El fútbol no deja de ser una metáfora de la vida misma: unos ganan, otros pierden, y en el fondo todos nos aferramos a esa camiseta que nos recuerda quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. El América seguirá ganando, el Cruz Azul seguirá prometiendo, y nosotros seguiremos celebrando o sufriendo, pero siempre juntos, porque en el fondo, el fútbol también es un pretexto para construir comunidad, aunque a veces olvidemos que incluso el Necaxa también tiene derecho a ganar.

 

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