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En días recientes, se han llevado a cabo una serie de audiencias en el proceso de extradición de Felipe R., acusado de abusar sexualmente contra su sobrino –cuyo nombre permanece reservado por razones de prudencia y respeto– cuando sólo tenía entre 11 y 14 años. Sin embargo, la defensa ha sostenido que los delitos han prescrito, dado que estos ocurrieron a finales de los años noventa.

Este caso no sólo ha reavivado un intenso debate jurídico, sino que ha puesto en evidencia una cuestión mucho más profunda; Pues dada la naturaleza del caso, resulta paradójico —y preocupante— que en un Estado con una sólida tradición democrática y un compromiso declarado con los derechos humanos, como lo es España, se permite la revictimización de aquellos que han sufrido por años.

Lo anterior, remite a una realidad mucho más amplia y lacerante: la violencia sexual contra niñas, niños y adolescentes en México. Con más de 4,5 millones de casos al año, el país arrastra una profunda deuda histórica con las víctimas, muchas de las cuales, han vivido –incluso de la mano de familiares– décadas de silencio, miedo e impunidad.

Es por ello que en México, esta comprensión ha comenzado a traducirse en acción legislativa, hoy en día, reflejado en la emisión de un exhorto por parte de diversos legisladores, dirigido a diversas instancias del Estado Mexicano para abordar esta situación.

Lo anterior, se ha dado a la par del esfuerzo de activistas y organizaciones civiles que, desde años atrás, han impulsado reformas para eliminar la prescripción de los delitos sexuales contra menores, reconociendo que el trauma no se somete a plazos judiciales convencionales, entendiendo que el tiempo no borra el daño, y que el acceso a la justicia no puede estar sujeto a ninguna condición.

En ese sentido, la negativa a extraditar bajo el argumento de prescripción no sólo contradiría el espíritu de los tratados internacionales, sino que enviaría un mensaje desolador; vulnerando así la cooperación judicial internacional, que se funda no sólo en la simetría legal, sino en la coherencia ética entre Estados democráticos.

El fondo del asunto es este: ¿puede un Estado que se dice garantista permitir que sus tribunales se conviertan en refugio de agresores sexuales de niñas y niños, escudados en formalismos procesales? La respuesta debería ser clara, porque cuando se trata de derechos humanos, y en especial de la niñez, no hay margen para la neutralidad.

Esta situación debe ser el reflejo urgente de la necesidad de revisar los mecanismos judiciales para garantizar que, más allá de los plazos y procedimientos, se ponga en primer plano la protección de las víctimas y el respeto a sus derechos; ya que por legalidad, dignidad y humanidad, la indiferencia no es opción. Frente a tales circunstancias, me parece que la película brasileña “Aún estoy aquí”, reciente ganadora del Oscar a Mejor Película Internacional, nos recuerda un hecho clave: hay crímenes que el tiempo jamás borra.

 

Consultor y profesor universitario
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