Es un viernes ajetreado, caluroso, pero está cerca el mediodía. El último mes del año, así como su frenetismo y sus pausas, son inminentes. Hace semanas estoy buscando esta conversación; creo que fui molesto en búsqueda de la misma, pues preguntaba con cierta insistencia a unas amistades amabilísimas que, ante mi obsesión, respondieron con buenas ondas.
“Elisa de Gortari puede tal viernes, por Zoom, porque su espacio presencial fue la semana pasada”, me indicaron. Acepté. Sólo entonces le escribí a la escritora, a través de Instagram, espacio donde nos seguimos desde hace algunos meses. Le dije que podría conversar con ella. Me preguntó algo de su libro. Asentí. El siguiente contacto fue cuando nos vimos y escuchamos a través de una llamada virtual.
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— Perdón —me dice Elisa, entre un fondo donde se asoman libros y un ventanal por el que se asoma una corriente inmensa de luz—. Me estaba conectando en otro enlace.
— No te preocupes —respondo—. Siempre pasa.
Antes de comenzar, nos ponemos al día. Como si eso fuera posible. Hablamos sobre seguirnos en redes sociales, acaso asuntos comunes, que sé yo. Cuesta de pronto sumergirse en la charla cuando hay cierto conocimiento previo, aunque uno piense que eso debería hacerlo más fácil. Entonces me animo a decir: “Comenzaré a grabar…”.
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—Quiero empezar por el título: “Todo lo que amamos y dejamos atrás”. Nos dice mucho, y cuando leemos la novela nos queda de algún modo más claro, pero me gusta porque abona un poco al lugar común, sumado a la nostalgia, nos topamos luego con una espiral rara… ¿Por qué decides o en qué momento decides titular así tu novela —pregunto—.
—Batallé mucho con el título de esta novela —confiesa—. No me suele pasar eso, por lo general primero tengo el título y después escribo el libro.
Recuerda entonces lo fácil que fue con sus libros anteriores. Con su libro de cuentos, el primero, que remite a Anthems for a Seventeen Year-Old Girl, de Broken Social Scene. Lo mismo con Los suburbios: primero dije, quiero una novela que se llame “Los suburbios”.
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—Y en esta ocasión yo sufrí mucho —continúa—, porque yo ya llevaba media novela y no tenía título, era sólo lo que estaba escribiendo. Consideré ponerle “Fosfenos”, en algún momento, por una de las últimas escenas; también consideré “La secreta geometría del cambio”, en honor a la obra que aparece allí, pero me parece que no abarcaban todo lo que sucedía en la novela. Entonces, en algún momento decidí retomar el título de una canción de una banda de hardocre que a mí me gusta mucho, Converge, y el disco y la canción de ellos se llama “All We Love We Live Behind”, aunque en realidad hay una diferencia sutil: “todo lo que amamos lo dejamos detrás”, en la versión de ellos. Pero a mí me pareció que esa frase de verdad engloba muy bien lo que transitaban todos los personajes en algún momento de la novela y por eso decidí quedarme con él(es decir, el título). No me molestaba tener un título muy largo como este, y además la canción para mí es muy especial: es una canción de despedida y de agradecimiento, y creo que son dos cosas que se juntan en los personajes: es una canción muy dolorosa, pero es también muy estridente.
—Además de que podemos hallar otra referencias como Radiohead, entre otras cosas, y de que haya mucha música clásica, figurativa y literalmente, ¿qué nombres brotan por ahí que son fundamentales no sólo como melómana, sino también como escritora? —pregunto, acaso, como un paréntesis, para ir nivelando los decibeles—-.
—Para mí, lo primero fue la música, antes de que yo me dedicara a escribir, yo, realmente, a lo que creía que me iba a dedicar era a la música —espeta—. Dedicarme a escribir libros es el segundo premio, porque no pude ser una música profesional; estudié muchos años música, estuve en muchas bandas y toqué muchos géneros (metal, post-punk, jazz, son jarocho) y ninguna de esas cosas cuajo, al final del día. O sea, yo estuve muchos años ahí y llega el momento en el que dices: “esto no está ocurriendo”, entonces ya, sólo un día lo dejas. Siempre para escribir me gusta pensar en las cosas, en su relación con la música. Yo sé que no es lo mismo —dice, acaso como sacudiéndose cualquier posible acusación—, pero para mí siempre es útil pensar en esas relaciones. Para mí a la hora de escribir siempre ha sido muy importante Bach, siempre ha sido un norte, de alguna forma, es algo que compartí con mi papá en su momento —a mi papá le gustaban mucho las Variaciones Goldberg: fue un gusto que me pasó, o un gusto que descubrimos juntos, detalla—-. Es muy importante Radiohead, porque siempre va a ser mi banda favorita, fue la primer banda que me fascinó por allá del año 2000, cuando salió el Kid-A, entonces llevo una relación muy larga con esa música; llevo una relación muy larga también con los Beatles, aunque cada vez los escucho menos: me pongo muy mal cuando los escucho, me acuerdo de muchas cosas, me dan muchos sentimientos que prefiero evitar.
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Con los años, me dice Elisa, he aprendido que esas cosas que son ciertas para mí no lo son para los demás. Hablábamos de la relación entre música y literatura, pero su aseveración parece ser, como diría ella misma, el norte, en otras cuestiones. Para mí, mi primer acercamiento a la literatura fue la música, las letras de las canciones, y fue lo que yo intenté replicar en mis primeros libros, cuando siempre escribía poemas a partir de canciones que me gustaban mucho. Siempre fue una relación que estuvo ahí, muy cuajada. Pero con los años yo he tenido no que poner distancia entre ese afecto, pero sí admitir que la gente tiene otras ideas de la literatura y que tampoco me interesa convencer a nadie, entonces es algo que es para mí cada vez más íntimo y que, curiosamente, si se refleja en esta novela, es porque la escribí en un momento en el que pensé que no la iba a leer nadie jamás, y es probablemente la razón por la que me di la libertad de meter todas esas referencias musicales y escribir a partir de música: todo eso lo hice únicamente porque pensé que nadie más me iba a leer.
— Y de pensar que nadie la leería, cayó en una de las editoriales más grandes. ¿Cómo fue llegar a publicar con Alfaguara?
— Todo esto fue un accidente —comenta Elisa—. Por ese entonces, cuando escribí la novela, la verdad es que fueron años muy difíciles de mi vida. La empecé a escribir en 2017, acababa de iniciar mi transición de género y fue muy difícil, perdí muchas cosas, perdí mucha gente, tuve problemas en todas las áreas de mi vida. Afortunadamente tenía a mi pareja de aquel entonces, pero fuera de eso fue muy difícil. Empecé a escribir esta novela un poco para depositar ahí todo lo que estaba viviendo, yo no quería escribir una novela trans.
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“Porque además las novelas trans siempre terminan siendo un juego para agradar a la gente cis y llenarles el ojo con su fetichismo sobre nosotras. Me desagrada mucho como concepto ver cómo la gente cis se acerca con morbo y ánimo de explotación a lo que vivimos la gente trans. No creo que sea la clase de historias que nos representen, en realidad, y, a pesar de que me gustan las novelas que han escrito muchas mujeres trans, pero, cuando veo cómo se les lee, siento un poco de asco, me es inevitable. Entonces, yo no quería escribir eso y no quería explotar mi historia, porque creo también que nuestras historias no son relevantes.
“Y mientras yo escribía esta novela, mi expareja, me insistió en que me metiera a la tutoría de novela, en donde están Jorge Volpi, Pedro Ángel Palou, Eloy Urroz… pero yo, para ese entonces ya decía: “ya no voy a ser escritora, o sea, voy a ser alguien que escribe en su casa”. Creo que hay una diferencia en eso. Yo creía que ya no iba a publicar, estaba muy convencida de eso, y mi expareja me insistió, me insistió y me insistió, hasta que envié mi solicitud y trabajé en esa novela durante todo ese año, en el 2022. Y fue… no sé, me di cuenta que podía escribir y que no toda la gente era horrible”, recuerda la también autora de Código Konami.
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— Me llama mucho la atención que es algo que sucede a muchos años de distancia. Sin embargo, se siente como una especie de retroceso hacia el futuro. Cosas que vamos perdiendo, que ya no tenemos. Tal contradicción, por llamarlo de alguna forma, a mí me da un terror escalofriante. ¿Fue intencional crear este sentimiento desde tu escritura?
— Para mí era muy importante que en esta novela fuese visible que nada es perfecto, aunque algunas cosas son mejores que otras —señala—. Es decir, el pasado de esta novela es lo que para nosotros es el futuro, y es un mundo súper tecnológico, muy avanzado, en el que por supuesto a mí me encantaría vivir, pero en el que hay problemas, y hay problemas graves. Hay racismo y hay mucha discriminación, y hay una enorme desigualdad. Y el futuro posterior, en el que viven los personajes, no hay tecnología, no hay luz eléctrica, viven en un estado militarizado por completo, pero tampoco es por completo horrible. Eso era para mí muy importante dejarlo claro.
“A veces las distopías cometen el error de pintar estas situaciones extremas como momentos en que las personas están completamente aplastadas por la historia y eso es un poco falso. Yo me acuerdo mucho del prólogo de Hijos sin hijos, de Enrique Vila-matas, donde él menciona brevemente el testimonio de un sobreviviente de Auschwitz, que dice que cuando salió del campo de concentración, estaba muy enojado porque se le caían los pantalones porque estaba muy flaco, ya no le quedaban y no tenía manera de amarrárselos. Y Vila-Matas reflexiona que la historia es algo que ocurre al margen de nosotros, por supuesto nos componemos de historia, estamos influidos por ella y nuestras decisiones se basan en la historia, pero nosotros no nos sentimos así, nosotros nos sentimos al margen de ella, como aquella persona que sale de Auschwitz y cree que su mayor problema es que se le caen los pantalones. Y para mí era importante rescatar eso.
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“Yo no soy escéptica del futuro. Tampoco creo que el futuro sea malo para nosotros, ni siquiera creo que el presente sea malo para nosotros. No me considero una optimista, porque el optimismo es una actitud pazguata, irracional, porque el optimismo es superchería, pero sí me considero una persona que tiene esperanza sobre el futuro, porque la esperanza es un sentimiento progresivo y es algo racional, es honesta, la esperanza no te engaña.
“Y aún así yo creo que vivimos tiempos mejores que los de nuestros abuelos y que nuestros nietos vivirán tiempos mejores que los nuestros. Pero eso no borra todos los problemas que hay en (el) medio. Ahora sí me queda claro que nuestra calidad de vida es muy superior a la de la gente de hace un siglo, pero eso no se construyó con magia: se construyó luchando, se construyó imaginando”, espeta.
Tras confesar que la frase de que el optimismo es algo cercano a una farsa es esencialmente de Terry Eagleton, Elisa reflexiona sobre la visión fatalista de algunas y algunos escritores de ciencia ficción: “La gente está obsesionada con el fin de las cosas, tiene una obsesión que a mí me parece insana. Creo que es una obsesión egoísta, porque yo creo que ellos se regodean de presenciar el fin del mundo. Yo no sólo creo que eso es estúpido, creo que es perverso, y hay mucha gente que se regodea además en la idea de: “Yo les dije que el mundo se acabaría, y se está acabando”, y eso yo no lo puedo aceptar. Primero, porque no es verdad, y segundo, porque estás anteponiendo el ego, o la excitación casi sexual de decir que el mundo se está acabando, a los hechos y al futuro, porque el futuro es algo que se construye. Siempre me he intentado alejar mucho de eso, aunque las cosas más dramáticas que la gente cree están reflejadas en mi novela. No soy ciega a las cosas que pasan , pero siempre intento alejar de mí este sentimiento teleológico y este sentimiento milenarista, que además es muy común en la izquierda”.
— Volviendo a tu novela. Me parece que la memoria es un tema sumamente importante, porque representa una forma muy extraña. La memoria, de alguna manera, son mentiras salpicadas de verdad; sin embargo, es lo único a partir de lo cual podemos reconstruir y contarnos el mundo en el particular caso de tu novela. En este sentido, quisiera saber qué importancia tiene la memoria en tu escritura… —cuestiono—.
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—Me acuerdo de todo —me dice tras recordar una anécdota con su editora, quien le hizo saber, tras un detalle aparentemente menor, que quizá, debido a su memoria, tenía muchísimos problemas—. Lo único que olvido un poco son los nombres, no olvido las caras y no olvido las situaciones, nunca. Con los años he descubierto que eso no le pasa al resto de la gente. Yo nunca lo había visto como un problema hasta que me lo dijo mi editora. Y me dejó pensando muchos días, pero mucho, y eso además se ha vuelto un poco más plástica a partir de mi transición. Yo recuerdo que mi memoria era un poco más filosa cuando estaba llena de testosterona, y ahora es un poco más plástica; es decir, no creo que sea menor, creo que es un poco distinta.
“Yo había pensado desde antes que la memoria puede ser tóxica, eso es algo que aprendí con mis personajes: la memoria para ellos es tóxica, pero tampoco pueden vivir sin ella. Es un problema en exceso y es un problema cuando no hay. La memoria nació entre los animales como un recurso para orientarse en el ambiente y responder. Los primeros animales con algo cercano a la memoria son unas como medusas que hace como 400 millones de años desarrollaron una respuesta condicionada al dolor, puede recordar al dolor. Y son medusas que no tienen cerebro, pero ya tenían sistema nervioso, entonces, la memoria es anterior al cerebro, y nació como una forma de anticipar malas experiencias, nace con el dolor”, señala la autora.
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Finalmente, tras descubrir que el tiempo había pasado casi sin pasar, con los mismos libros asomándose tras una Elisa sonriente y reflexiva, compartió esas lecturas que le acompañaron en la escritura de Todo lo que amamos y dejamos atrás. Unos de esos autores fueron Steven Millhauser, con quien considera tuvo una obsesión, y con Tobias Wolff, de quien señala con seguridad es el autor olvidado del realismo sucio, a quien preferimos después que a Raymond Carver sólo porque este último está muerto. Asimismo, acaso como confesión, saltaron los nombres de sus imprescindibles: Don DeLillo y Thomas Pynchon.
“Dicho esto, en mi escritorio, que no es este, cuando me siento a escribir, lo que tengo siempre enfrente son libros de poemas, porque al final es lo que empecé haciendo. Esos sí los agarro constantemente, sobre todo cuando me siento pérdida. Siempre tengo Mexico City Blues, de Jack Kerouac; Sándwiches de realidad, de Allen Ginsberg; Soledades, de (Luis de) Góngora; Primer sueño, de Sor Juana (Inés de la Cruz) y también está ahí José Emilio Pacheco y José Luis López Velarde. Y sobre todo dos antologías que para mí son muy importantes: una es una de la poesía latinoamericana del siglo XX –cuyo ejemplar se lo regaló David Huerta– y la antología de poesía latinoamericana de Joel Ortega. También tengo ahí el Ómnibus de poesía mexicana de Gabriel Zaid-. Lo que quiero un poco decir es que esos son los libros que estoy consultando constantemente”, concluye la también poeta.