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Posadas: cuando la fiesta se parece demasiado al escape

Las Saturnales romanas (del 17 a 24 de diciembre) no eran una celebración ingenua. Eran un acuerdo social: durante unos días se suspendía el orden, se permitía el exceso y se invertían los roles para que, pasado el caos, la ley pudiera seguir funcionando. Roma sabía algo incómodo: sin válvulas de escape, el malestar estalla.

Las posadas contemporáneas —aunque envueltas en cantos, santos y buenos deseos— cumplen una función sorprendentemente similar. Cambian los nombres y los símbolos, pero la lógica permanece: hacer ruido para no escuchar lo que duele.

Diciembre no es un mes neutro. Reactiva duelos, ausencias, ideales familiares incumplidos. Frente a eso, la cultura ofrece una respuesta conocida: más reuniones, más alcohol, más rezos repetidos, más obligación de estar bien. La fiesta deja de ser elección y se vuelve mandato. El que no sonríe “rompe el ambiente”. El que se retira incomoda.

La adoración, cuando se vuelve compulsiva, ya no es fe sino fuga. El santo opera como pantalla: no se reza para encontrarse con algo trascendente, sino para no encontrarse con el propio malestar. La espiritualidad se convierte en anestesia.

A diferencia de las Saturnales, hoy muchos rituales ya no saben qué están tapando. Siguen funcionando, sí, pero como un síntoma automático. Se pide posada, pero no se aloja el dolor. Se canta la esperanza, pero se evita el silencio.

El problema no es la fiesta. El problema es cuando la celebración sustituye al pensamiento y la espiritualidad se usa para no sentir. El malestar no desaparece: se desplaza, y suele regresar en enero, con culpa y agotamiento.

Tal vez el gesto más honesto hoy no sea celebrar más, sino permitir que el ritual vuelva a alojar lo humano: no exigir alegría, no moralizar el cansancio, no usar la fe como tapón. Porque cuando la fiesta se vuelve obligación, deja de reunir y empieza a expulsar.

Y entonces ya no celebramos juntos: huimos juntos.

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