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La muerte siempre ha tenido pésimo sentido del humor. Irrumpe sin pedir cita, exige silencio, y pretende que uno la trate con reverencia. Pero hay quienes, ni en el último acto, aceptan solemnidades. Molière y Groucho Marx entendieron que el mejor modo de enfrentar a la Parca no era temerle, sino burlarse de ella. Total, si no se puede evitar, al menos se puede despedir con una sonrisa.

Molière, aquel maestro de la comedia francesa que murió, con ironía muy adecuada, después de actuar como enfermo en El enfermo imaginario, declara en su lápida: «Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto, y de verdad que lo hace bien».

Una broma teatral convertida en epitafio. Claro, la historia es caprichosa: probablemente no lo pidió él y más bien fue un homenaje apócrifo posterior. Pero la frase es demasiado buena para dejar que la erudición la arruine. Molière entendía que la vida es comedia y que la muerte, si se la mira con lucidez, también lo es. Actuar hasta en la tumba: esa sí que es vocación.

Groucho Marx, por su parte, eligió la salida más directa, más norteamericana, más descaradamente esencialista: «Perdón que no me levante».

El muerto educado, cortés hasta el absurdo. Si Cervantes nos enseñó a morir entre libros y Shakespeare a hacerlo con poesía, Groucho lo hizo con una carcajada que retumba más allá de la loza funeraria. Él sabía que el respeto solemne hacia la muerte no impide que, en el fondo, todos estemos pensando lo mismo: “qué manera tan rara de terminar aquí”.

Al final, Molière y Groucho entendieron lo que en México sabemos desde hace siglos: que burlarse de la muerte no es insolencia, sino cariño desafiante. Aquí le pintamos calaveritas, le ponemos mantel y flor de cempasúchil, y hasta le dejamos pan para que no viaje con el estómago vacío. Somos un país donde uno puede llorar al difunto y, un minuto después, reírse con él. Que la muerte llegue, sí, pero que no se crea tan importante.

Porque mientras algunos eligen epitafios solemnes y otros optan por la ironía francesa o el sarcasmo hollywoodense, nosotros seguimos cultivando una certeza más simple: si la muerte viene, que venga cantando; y si ha de llevarnos, que al menos nos encuentre con azúcar en los dedos y una risa atravesada en la garganta. Después de todo, en esta tierra la última palabra no siempre la tiene la tumba, a veces la tiene la burla. 

Y ustedes, ¿han pensado en su propio epitafio?

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