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La angustia como alerta sísmica del alma

Por Daniel Sánchez

Hay emociones que no se dejan domesticar. Una de ellas es la angustia. Llega sin avisar: a veces como una presión en el pecho, un nudo en la garganta o un pensamiento que no se va. Otras veces se disfraza de cansancio, de insomnio o de una tristeza que no tiene nombre. Cuando aparece, muchos buscan callarla rápido. Tomamos algo, meditamos, nos distraemos, nos llenamos de pendientes. Hacemos cualquier cosa con tal de no sentir ese temblor interno.

Pero la angustia no es una enemiga. No es un fallo del sistema nervioso ni un síntoma que deba eliminarse a toda costa. Es una señal, una especie de alerta sísmica del alma. Nos avisa que algo dentro se está moviendo, que hay una verdad —una emoción, un deseo, una contradicción— que está buscando salir a la superficie.

Freud decía que la angustia es una emoción sin objeto. No está dirigida hacia algo concreto como el miedo o la ira. No sabemos bien de qué se trata, solo sentimos que algo se desordena adentro. Por eso desconcierta: porque no tiene un enemigo visible. No hay un peligro claro, pero el cuerpo actúa como si lo hubiera. Tiembla, se agita, busca refugio. Es como si una parte de nosotros supiera que algo está a punto de cambiar.

Y es que la angustia suele aparecer cuando una parte de nuestra vida ya no encaja. Cuando sostenemos relaciones, rutinas o decisiones que no responden a lo que realmente somos. Cuando algo en nuestra historia pide moverse, pero todavía no encontramos el valor o las palabras para hacerlo. Entonces el cuerpo habla: tiembla para recordarnos que no podemos seguir igual.

En el fondo, la angustia es un movimiento vital. Como la tierra cuando se acomoda, el alma también necesita sus temblores para reordenarse. Lo que nos asusta no es la emoción en sí, sino lo que implica: el fin de una forma de vivir que creíamos segura. Por eso tratamos de silenciarla con rapidez. Nadie quiere ver caer las estructuras que tanto costaron levantar.

Sin embargo, quien apaga la alarma no evita el sismo. Solo se condena a quedar atrapado entre los escombros. Cuando la angustia se reprime, regresa más fuerte. Se transforma en ansiedad constante, en irritabilidad, en vacío. Porque la energía que no se escucha, se acumula. Y lo no dicho, tarde o temprano, busca una salida.

Lacan decía que la angustia es la única emoción que no engaña. Las demás pueden disfrazarse —podemos llorar de rabia o reír por nervios—, pero la angustia siempre dice la verdad. Es la voz del inconsciente. Lo que tiembla no es el cuerpo, es el yo que se da cuenta de que ya no puede sostener la ilusión de control. Por eso angustia tanto: porque nos enfrenta con nuestra propia fragilidad.

Vivimos en una época que no tolera la fragilidad. Nos enseñaron a funcionar, a rendir, a mantenernos positivos. Nos repiten que hay que “soltar”, “fluir”, “agradecer”. Y aunque esas palabras suenan bonitas, a veces se convierten en formas modernas de negar el dolor. No todo se soluciona con una afirmación positiva. No todo se cura con una respiración profunda. La angustia exige algo más: atención.

Escuchar la angustia no significa dejarse arrastrar por ella, sino traducir su mensaje. Preguntarse con honestidad qué está queriendo decirnos. ¿Qué parte de mí está cansada de fingir? ¿Qué deseo he estado aplazando por miedo? ¿Qué vida estoy sosteniendo que ya no me pertenece? En esas preguntas puede aparecer una brújula más sincera que cualquier manual de bienestar.

La angustia, bien mirada, es un punto de inflexión. Marca el límite entre lo que ya no somos y lo que podríamos llegar a ser. Por eso, aunque duela, también es una oportunidad. Nos muestra la grieta por donde puede entrar un poco de verdad.

A veces creemos que la salud mental consiste en eliminar el malestar, cuando en realidad consiste en aprender a leerlo. Nadie está completamente libre de angustia, y quizá eso sea lo más humano que tenemos. La diferencia está en cómo la enfrentamos. Podemos anestesiarla, negarla, o podemos sentarnos con ella y escucharla como quien escucha una advertencia sabia: “algo en ti está pidiendo moverse”.

Imagina la angustia como un temblor interior. Si todo se sacude, no es porque estés roto, sino porque algo dentro se está reacomodando. Quizá sea el alma buscando una forma más auténtica de estar en el mundo. Tal vez el derrumbe no sea una tragedia, sino una oportunidad de reconstruirte con materiales más sólidos.

Por eso, cuando la angustia aparezca, no corras a apagarla. Siéntate. Respira. Siente dónde tiembla. Nómbrala sin juicio. Es probable que, si la escuchas, te revele una verdad que llevabas tiempo esquivando.

A veces la angustia no llega para destruirte, sino para despertarte. Es la voz más profunda del ser recordándote que estás vivo, que aún deseas, que algo dentro de ti sigue buscando sentido.

Y cuando el temblor pase, tal vez descubras que no todo se cayó. Que lo esencial sigue ahí: más firme, más tuyo, más verdadero.

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