El Louvre ha sobrevivido a reyes, revoluciones y turistas. Pero hay enemigos más discretos: los ladrones. A lo largo de su historia, el museo más célebre del mundo ha visto cómo, de vez en vez, alguien decide que la belleza no basta con admirarla: hay que llevársela.
El primer gran golpe ocurrió en 1911. París amaneció con un hueco en la pared. La Mona Lisa había desaparecido. El responsable fue Vincenzo Peruggia, un carpintero italiano que trabajaba en el museo. Había pasado noches enteras observando el cuadro y, una madrugada de agosto, se escondió en un armario, esperó a que el museo cerrara, descolgó la pintura y la sacó caminando por la puerta principal. Cuando dos años después la pintura fue hallada en Florencia, el mundo había cambiado: un cuadro que antes interesaba solo a los expertos se había convertido en mito universal. Fue, paradójicamente, el robo el que hizo famosa a la Mona Lisa.
Décadas después, en 1998, el museo sufrió un robo más modesto pero igual de humillante. Aquella vez no desapareció una sonrisa enigmática, sino una obra discreta de Jean-Baptiste Camille Corot, titulada Le Chemin de Sèvres. Era una pintura pequeña, apenas conocida, pero su pérdida demostró que el Louvre podía ser vulnerable. El cuadro fue hurtado durante la jornada, sin que nadie lo notara. Ni cámaras, ni alarmas, ni testigos; alguien había logrado robar en el museo más vigilado del planeta, y el mundo lo supo días después, cuando la pieza ya había desaparecido en el laberinto del mercado negro.
Pero el robo de octubre de 2025 superó cualquier guión de cine. Fue, si se quiere, una obra maestra de precisión. Cuatro hombres vestidos como operarios de mantenimiento llegaron con cascos, chalecos fluorescentes y un camión-plataforma. Subieron al balcón de la sala Apolo, rompieron vitrinas y, en apenas ocho minutos, escaparon con joyas de la colección real francesa: la tiara de María Amalia, los pendientes de la reina Hortense y otras piezas que habían sobrevivido a revoluciones y exilios.
Quizá lo más fascinante del último robo al Louvre no sea lo que se llevaron, sino la calma con que lo hicieron. Ocho minutos, ocho joyas, y ningún disparo. Ni siquiera un grito. los ladrones del Louvre actuaron con una cortesía casi artística: entraron como técnicos, robaron como cirujanos y salieron como fantasmas. Y mientras los expertos calculan pérdidas millonarias y los curadores revisan los seguros, uno no puede evitar sonreír ante la ironía final: el Louvre, templo de lo sublime, acaba de protagonizar la mejor performance del año, y sin saberlo.
Y no se malentienda. El robo, por diestro que sea, siempre es un robo, un delito que merecer ser castigado.
