José Eder Santos Vázquez
Día de Muertos: el corazón vivo de México
En cada rincón de México, cuando octubre se despide y noviembre abre sus brazos, el aire comienza a oler a cempasúchil, a pan de muerto y a copal, olores que remontan a la infancia; es el preludio de una de las celebraciones más profundas y simbólicas de nuestra identidad nacional: el Día de Muertos. Más que una fecha en el calendario, es una tradición y la madre de todas las festividades, es una manifestación de amor, respeto y orgullo hacia quienes nos precedieron, un testimonio de que, en México, la muerte no es el final, sino un reencuentro lleno de color, aroma y memoria.
Esta tradición tiene sus raíces en las antiguas culturas prehispánicas, que concebían la muerte como una fase más del ciclo de la vida. Civilizaciones como la mexica, la purépecha y la maya, rendían tributo a sus muertos con ofrendas, flores y alimentos, convencidas de que las almas regresaban a convivir con los vivos. Con la llegada de los españoles, esta visión se fusionó con las creencias católicas del Día de Todos los Santos y el Día de los Fieles Difuntos, dando origen a la festividad que hoy en día distingue a México ante el mundo.
Durante esas fechas, las familias mexicanas preparan con esmero altares u ofrendas que se convierten en verdaderas obras de arte espiritual. En ellas se colocan los elementos esenciales: veladoras que iluminan el camino de las almas; sal, símbolo de purificación; agua para calmar la sed del viajero del más allá; el pan de muerto, que representa el ciclo de la vida y la muerte; fotografías de los seres queridos; y, por supuesto, la flor de cempasúchil, cuyo color dorado guía el retorno de los difuntos.
Cada región del país imprime su toque distintivo. En Pátzcuaro, Michoacán, las velas flotan sobre el lago mientras las familias purépechas velan a sus muertos en los panteones adornados de flores y cantos. En Oaxaca, los altares se levantan con una explosión de papel picado y calaveras de azúcar; mientras que en Mixquic, Ciudad de México, las calles se llenan de tapetes florales y procesiones que simbolizan el vínculo eterno entre los vivos y los muertos. Esta diversidad de expresiones refleja la riqueza cultural de México y la manera en que la tradición se adapta, sin perder su esencia. En México el Día de Muertos se celebra el 1 y 2 de noviembre. El primero está dedicado a los niños fallecidos y el segundo, a los adultos.
El Día de Muertos no solo es una celebración de los que ya partieron, sino también una afirmación de vida. Estos días, invitan a reflexionar sobre nuestras raíces, sobre el valor de la familia y el poder de la memoria colectiva. En tiempos de globalización, donde las costumbres tienden a homogenizarse, el Día de Muertos se erige como una resistencia cultural, un recordatorio de que México mantiene viva su alma a través de la fe, en que los difuntos regresan a convivir con los vivos.
Gracias a su significado y belleza, la UNESCO declaró, en 2008, al Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Este reconocimiento no solo honra la antigüedad de la tradición, sino también el compromiso del pueblo mexicano por conservarla y transmitirla de generación en generación. Niñas y niños aprenden desde pequeños a montar su altar, a decorar las calaveras y a escribir versos humorísticos que inmortalizan con ingenio a figuras públicas y familiares. Así, la muerte se vuelve motivo de unión, creatividad y orgullo nacional.
En un país que ha aprendido a convertir el dolor en festividad, el Día de Muertos representa el máximo símbolo de esperanza. Es la certeza de que los lazos del amor son más fuertes que el tiempo, que los muertos no se van del todo mientras haya quien los recuerde. En cada flor, en cada plato de mole colocado en la ofrenda, en cada vela encendida, late la historia de un pueblo que se niega a olvidar y que, con alegría, honra la eternidad.
México celebra la vida a través de la muerte, y, en esa paradoja luminosa, se encuentra la esencia de nuestro ser nacional: un corazón que no deja de latir por sus muertos, un espíritu que transforma la tristeza en fiesta, la ausencia en presencia y la memoria en orgullo.
