José Eder Santos Vázquez
En el umbral del caos: László Krasznahorkai, el eterno caminante del abismo
No hay principio ni final, sólo un movimiento continuo, una respiración que se arrastra entre las ruinas del mundo; así escribe László Krasznahorkai, el escritor húngaro que en días pasados ha recibido el Premio Nobel de Literatura 2025, y cuya prosa, sí, esa prosa inconfundible, que se despliega como un río desbordado y que rehúsa ser domado, nunca ha buscado destino sino comprensión, que avanza con la paciencia de quien sabe que cada palabra es una resistencia contra el vacío.
Krasznahorkai ha sido reconocido por la Academia Sueca “por su obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”; destacar que ese poder no se alza como un triunfo luminoso sino como una llama temblorosa, apenas sostenida por la obstinación de seguir narrando cuando el mundo ya parece haberlo dicho todo.
László escribe desde esa obstinación, desde el temblor de lo que aún queda en pie. Su nombre no es nuevo para quienes habitan las fronteras del silencio. Desde “Sátántangó”, su primera novela, comenzó a levantar una arquitectura de la descomposición, un relato de aldeas húngaras que se pudren en el barro mientras sus habitantes persiguen un futuro que se deshace en cada amanecer. Sus frases largas, torrenciales, sin descanso, no son simple estilo: son el modo mismo en que el pensamiento humano intenta escapar del derrumbe.
En el año de 1989, el escritor nos regala “La melancolía de la resistencia”, donde un circo llega a un pueblo con el cuerpo disecado de la ballena más grande del mundo como único espectáculo. Con esas larguísimas frases subordinadas, sin uso de puntuación, captura ese ritmo, casi musical, con cadencia de tango y lo enfoca de manera densa y melancólica, como si lo inevitable también supiera bailar.
Después, en “Guerra y guerra”, una obra surrealista, extraña y bella, donde busca a través de la escritura la cordura de alguno de los personajes. Él que ha sido marcado por las obras de Franz Kafka y Samuel Beckett, advirtiéndonos que vivimos en una época donde no se distingue aquello que tiene valor y no. Krasznahorkai construye así una alegoría del siglo: el deseo de inmortalidad en un universo que olvida todo.
László, se aleja de Europa y se adentra en Japón, sobre el papel, donde la perfección y la creatividad nos llevan a diferentes épocas y lugares, para después: desaparecer. Justo ahí, cuando parece que su voz no podría ser más intensa, cuando la magia parecía detener la vida, emerge “Seiobo descendió a la tierra”, en el cual presenta una serie de relatos que giran en torno a la belleza, sabiendo que el arte es una forma de condena, sin pausas, bajo extensos relatos que florecen cada trescientos años.
Hilvanando desde el exilio argentino hasta su retorno a Hungría, con solamente una idea, de múltiples voces, reencontrarse con ese amor: el de adolescencia; Krasznahorkai nos muestra que el regreso no existe, que toda vuelta al origen es sólo otro giro dentro del mismo laberinto y finalmente, “Barón Wenckheim vuelve a casa” y con ello cierra un ciclo.
Leer a Krasznahorkai no es avanzar, es hundirse. Sus oraciones, que pueden extenderse por páginas enteras sin detenerse, nos obligan a respirar con el texto, a entrar en el ritmo de una mente que no puede callar. Cada frase parece perseguir la perfección, pero al llegar a ella, se disuelve; es un intento perpetuo, una búsqueda que no promete salvación.
Esa estructura incesante, ese flujo que ignora la puntuación convencional, no es un capricho, sino un espejo de la realidad que describe: un mundo donde todo está interconectado y, al mismo tiempo, todo se desmorona. Krasznahorkai no cuenta historias lineales, crea mareas de conciencia, donde el pensamiento y el paisaje se funden hasta volverse indistinguibles.
Quien lea su obra siente que camina al borde del apocalipsis, pero que en ese borde hay una forma inesperada de belleza. Esa es la paradoja que el Nobel ha querido reconocer este año: el descubrimiento de lo sublime en el colapso.
No se puede celebrar a Krasznahorkai sin entender que su triunfo no es el del escritor que ha alcanzado la fama, sino el del hombre que ha comprendido que escribir es una forma de resistir al fin del mundo. Su Nobel no es una coronación, es una confirmación de que, aun en el cansancio, el arte sigue siendo la última trinchera.
En un tiempo donde las palabras se consumen rápido y los pensamientos se reducen a titulares, la voz de László Krasznahorkai se levanta como un río oscuro que no corre hacia el mar, sino hacia adentro. Sus libros no buscan lectores distraídos: buscan cómplices del desvelo, caminantes del abismo, seres dispuestos a escuchar la música lenta de la desolación.
Porque para Krasznahorkai, el mundo no se salva con el ruido de los aplausos, sino con la persistencia del verbo. Y, ahora, cuando la noticia del Nobel recorre el mundo, él, probablemente en silencio, seguirá escribiendo; porque sólo la palabra, aunque se desmorone, puede seguir nombrando lo que todavía tiembla.