Por Eduardo López Betancourt
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NO SE PUEDE SER AMBOS
lítico y empresario. Ello constituye una contradicción, pues cuando un gobernante exhibe una fortuna descomunal, que asegura provenir de su labor empresarial, resulta difícil aceptar que no sea fruto de la rapiña.
Sin ánimo de difamar ni calumniar, mencionaremos dos casos particularmente ilustrativos. Hubo un mandatario que, al concluir su gestión presidencial, de pronto apareció como un acaudalado inversionista. Sin experiencia previa en el ámbito privado, se convirtió en propietario mayoritario de un emporio hotelero, incursionó con gran éxito en el sector de las comunicaciones y en el turismo encontró una mina de oro que le permitió heredar a sus descendientes una riqueza incalculable, consecuencia evidente de sus saqueos durante el ejercicio del poder. Lo dramático es que, junto con decenas de colaboradores, también exprimieron la Hacienda Pública. Esa pandilla insaciable dejó igualmente a sus familiares vastas fortunas. Lo más grave es que aún hoy sus herederos se presentan como respetables empresarios.
Entre los pillos históricos del país figura otro personaje que nunca alcanzó la Presidencia de la República porque sus padres no habían nacido en México, requisito constitucional que en su tiempo estaba vigente y que hoy ha desaparecido. Se trataba de un modesto maestro rural, dotado de gran astucia, que jamás abandonó la función pública. Inició en un pequeño ayuntamiento y, desde entonces, ocupó siempre cargos oficiales. Nunca participó en la iniciativa privada, pero cínicamente creó empresas a las que otorgaba contratos millonarios bajo su propia influencia. Llegó incluso al extremo de prestar dinero a expresidentes. Hombre de costumbres ostentosas, acuñó una frase que tanto daño causó a la Nación y que se convirtió en consigna de los funcionarios: “Un político pobre es un pobre político”.
Ante este panorama histórico, que solo ejemplifica parte del drama mexicano, reiteramos: existe una contradicción irreconciliable entre ser empresario y ser político.
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