Por Juan R. Hernández
La semana comenzó con sobresalto en Ciudad Universitaria. La Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) fue desalojada tras una amenaza de bomba que obligó a suspender clases y activar protocolos de emergencia. A las ocho de la mañana, estudiantes y trabajadores abandonaban el plantel sin saber si la amenaza era real o una nueva forma de intimidación en un contexto universitario cada vez más tenso.
La imagen de los jóvenes reunidos en “Los Bigotes”, escultura símbolo de la comunidad política universitaria, es el retrato de una generación que vive entre la incertidumbre y el hartazgo. Mientras unos se organizaban para la asamblea estudiantil, otros compartían la noticia en redes sociales, denunciando que el miedo no puede volverse rutina en los espacios del pensamiento crítico.
La amenaza, con un mensaje que advertía sobre un artefacto en los baños, fue suficiente para vaciar las aulas y poner en pausa el debate académico. No importa si fue una broma o una provocación: en tiempos donde la violencia se normaliza, cada alarma refleja una falla más profunda en nuestra convivencia social. La universidad no es ajena a la crispación que domina la vida pública del país.
Y mientras los universitarios enfrentan falsas alarmas y miedo, en el Congreso capitalino se discuten temas igualmente cruciales: desde la ratificación de funcionarios hasta propuestas como la del diputado Ricardo Rubio del PAN, quien plantea transporte gratuito para personas cuidadoras. Un recordatorio de que la política también puede proteger, no sólo confrontar.
Entre bombas imaginarias y cuidados reales, la pregunta es la misma: ¿qué tipo de ciudad estamos construyendo? Una donde el miedo paraliza, o una donde la solidaridad y el respeto —como el que merecen quienes cuidan a otros— sean el verdadero motor de nuestra vida pública.
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