Por Eduardo López Betancourt
El matrimonio, en su concepción formal, se encuentra en franco declive. Cada vez con mayor frecuencia, dos personas, sean del mismo sexo o de sexos distintos, optan por convivir sin recurrir al marco legal. En tales casos surge una comunidad de vida basada en derechos y obligaciones pactados de manera consensual, ya sea de forma verbal o mediante acuerdos escritos. Generalmente, ambos integrantes trabajan, administran de manera independiente sus recursos y contribuyen, según lo determinen, a los gastos comunes. En ocasiones no existen descendientes y son las mascotas quienes ocupan un lugar central dentro del hogar, recibiendo atenciones especiales.
El matrimonio tradicional, regulado por los códigos civiles o familiares, se celebra cada vez con menor frecuencia. Este modelo, además de sujetarse a la normativa legal, puede complementarse con contratos específicos, particularmente en materia patrimonial. No obstante, tanto en el matrimonio formal como en las uniones de hecho, la existencia de hijos genera deberes y derechos precisos: el de los padres de proporcionar alimentos en sentido amplio, que comprende vestido, habitación, educación y esparcimiento, y el de los hijos de observar respeto y obediencia. Dichas obligaciones parentales pueden extenderse incluso más allá de la mayoría de edad, especialmente cuando los descendientes cursan estudios. Por desgracia, en la actualidad el principio de respeto filial se ha visto debilitado.
En toda unión, sea formal o libre, el respeto constituye un elemento esencial. Una vez perdido, resulta sumamente difícil preservar la relación. A ello debe añadirse la importancia de los vínculos afectivos y de la fidelidad, pilares que sostienen la vida en común. También es recomendable que las familias de origen se mantengan al margen, permitiendo a la pareja desenvolverse con plena autonomía y fortalecer así su propio proyecto de vida.
Es natural que surjan crisis en la convivencia; afrontarlas con inteligencia y madurez resulta indispensable para la estabilidad. Por ello, en beneficio de la sociedad, conviene que los vínculos de pareja, ya jurídicamente reconocidos o establecidos de hecho, se mantengan, pues constituyen un motor social que favorece la cohesión y promueve una adecuada convivencia psicosocial.
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