La suspensión temporal de Jimmy Kimmel Live! tras un monólogo contra simpatizantes del movimiento MAGA reavivó el debate sobre los límites del humor político frente al poder en Estados Unidos. La presión ejercida por Donald Trump y la reacción de ABC evidenciaron que la comedia, pese a su arraigo en la cultura democrática, sigue siendo frágil al enfrentarse al gobierno.
El magnate republicano celebró la medida como un triunfo personal; Barack Obama, en contraste, la denunció como un acto de coerción gubernamental. El caso, de acuerdo con otros comediantes de la Unión Americana, no gira en torno a un presentador, sino a la capacidad de una sociedad para reírse del poder sin ser silenciada.
Bruce, la persecución por “obscenidad”
El episodio recuerda a comediantes que pagaron caro por incomodar a políticos y corporaciones. En los años sesenta, Lenny Bruce fue procesado en varias ocasiones por “obscenidad”.
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Uno de los primeros episodios ocurrió en 1961 en San Francisco, cuando fue arrestado tras una actuación en el club Jazz Workshop. La policía lo acusó de emplear lenguaje soez y referencias sexuales explícitas en escena. Por ejemplo, Bruce había usado la palabra “cocksucker” y dicho: “to is a preposition, come is a verb” — aludiendo a su doble sentido sexual — lo que provocó acusaciones de obscenidad. Aunque el caso quedó desestimado, marcó el inicio de una persecución judicial que lo acompañaría el resto de su carrera.
Tres años más tarde, en 1964, sería condenado en Nueva York por un espectáculo en el Café Au Go Go, un juicio que se convirtió en símbolo del choque entre la irreverencia y la justicia estadounidense. En ese contexto, Bruce defendía que: “Quita el derecho a decir ‘fuck’ y habrás quitado el derecho a decir ‘fuck the government’”, una consigna que resumía su batalla por la libertad de expresión.
Murió en 1966, arruinado, aunque décadas después recibió un indulto póstumo en 2003 por parte del gobernador de Nueva York, George Pataki, como un gesto simbólico en defensa de la libertad de expresión.
Carlin y el lenguaje como campo de batalla
George Carlin retomó la antorcha en los setenta y ochenta. Su célebre rutina Las siete palabras que no se pueden decir en televisión —un listado de groserías que recitaba con ironía para cuestionar la hipocresía moral de los medios— desencadenó un caso judicial después de que una estación radial transmitiera el sketch en 1973.
La polémica residía en que el gobierno consideró “indecente” que se emitiera en horario familiar, lo que dio pie a una batalla legal sobre el alcance de la Primera Enmienda. En 1978, la Corte Suprema avaló la censura de ciertos contenidos en nombre de la “decencia pública”.
Carlin convirtió esa persecución en combustible: con sarcasmo, desenmascaró la banalidad política y el cinismo corporativo. Como él mismo dijo alguna vez: “El sistema está amañado, y los que mandan no quieren ciudadanos bien informados; prefieren gente obediente que siga órdenes”. Para él, el lenguaje no era ornamento, sino campo de batalla de la conciencia social.
Bill Hicks, el hereje del stand-up de Estados Unidos
La incomodidad que hoy provoca Kimmel al poder encuentra un eco en figuras recientes, aunque de un estilo más radical. Entre ellos, Bill Hicks, figura emblemática del stand-up en los años noventa, cuya irreverencia lo convirtió en proscrito cultural.
En sus presentaciones —algunas aún disponibles en internet— Hicks denunciaba la hipocresía de la política exterior de Washington, el consumismo, la religión institucional y la manipulación mediática.
En uno de sus monólogos más recordados resumía esa visión: “El mundo es como un viaje en un parque de diversiones. Y cuando decides subirte piensas que es real, porque así de poderosas son nuestras mentes. (…) Algunas personas han estado en el viaje por mucho tiempo, y comienzan a preguntarse: ‘¿Es esto real o es sólo un viaje?’ Y otras personas lo han recordado, y regresan a nosotros y nos dicen: ‘Oigan, no se preocupen, no tengan miedo, nunca, porque esto es solo un viaje’. Y nosotros… matamos a esas personas. (risas)”
En 1993, su rutina en The Late Show with David Letterman quedó censurada por CBS antes de transmitirse, prueba de que su voz resultaba demasiado áspera para la televisión abierta. Parte del motivo fue que Hicks, en tono mordaz, lanzó frases dirigidas a los activistas pro-vida, como: “Si eres pro-vida, matense ustedes mismos para salvar a los demás. Gracias”. Además, criticó a corporaciones y a la religión institucional, un discurso incómodo para los anunciantes de la cadena.
“No habrá elogios aquí, ni canonización. Hicks fue un predicador incómodo que señalaba verdades que pocos querían escuchar”, escribió el crítico Mark Kernan.
En una de sus últimas cartas, ya diagnosticado con cáncer terminal, el comediante afirmó:
“De donde vengo, Estados Unidos, existe este concepto extravagante llamado ‘libertad de expresión’, que muchos consideran uno de los mayores logros de la humanidad. Yo mismo soy un firme partidario de ese derecho, como lo sería la mayoría si realmente comprendiera el concepto”.
Para sus seguidores, su comedia no buscaba la risa fácil, sino quebrar la apatía colectiva. Murió en 1994, a los 32 años, dejando un legado incómodo que confirma que la sátira puede ser más peligrosa que el odio.
Entre ayer y hoy en Estados Unidos
George Orwell escribió que “cada broma es una pequeña revolución”, una frase citada con frecuencia en estudios sobre la sátira política. Investigadores como Simon Critchley y Mijaíl Bajtín señalaron que el humor cumple una función social al invertir jerarquías y cuestionar normas establecidas.
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En Estados Unidos, esa tensión ha quedado registrada en procesos judiciales, como los juicios a Bruce, el caso de Carlin en la Corte Suprema y la censura televisiva a Bill Hicks, que marcaron distintos precedentes sobre los límites de la libertad de expresión en el ámbito humorístico.
En 2010, la American Civil Liberties Union (ACLU) advirtió en un comunicado que sancionar expresiones “obviamente satíricas” eliminaría la parodia como género protegido.
La polémica en torno a Jimmy Kimmel se suma a una serie de episodios donde comediantes han enfrentado presiones institucionales y políticas. La discusión permanece abierta sobre el papel de estos espacios, situados entre el entretenimiento y la crítica pública, en sociedades democráticas que deben decidir hasta dónde llega la protección de la libertad de expresión.