Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien
Antonio Porchia
En la madurez el ser humano comienza a valorar con más rigor su tiempo, su paz interior y el sentido profundo de sus vínculos. Por eso es común que la reunión social deje de tener sentido, que se pierda la afinidad y se desvanezca la chispa que alguna vez nos impulsó a encontrarnos con ciertas personas.
Esa ruptura no siempre viene con los años, pero sí con el discernimiento entre compañía y conexión. Muchas reuniones se sostienen más por obligación cultural o miedo a la soledad que por un deseo genuino de encuentro. No toda afinidad es afecto y no todo afecto fortalece la mutua comprensión y la complicidad que necesita un vínculo para mantenerse a través del tiempo. Algunas relaciones se desgastan, otras se transforman y muchas simplemente caducan.
Rollo May, referente en la psicología humanista y existencial, afirmaba que el verdadero contacto humano no es solo deseable, sino vital, y por eso, excepcional. La comunicación auténtica es la raíz de todo vínculo profundo. Cuando la autenticidad se pierde, solo queda un ritual vacío. Hablar sin escucharse y coincidir sin encontrarse es lo más común en las relaciones sociales. En esos casos, la soledad deja de ser amenaza para convertirse en territorio fértil para un reencuentro con uno mismo.
Laura Carstensen, psicóloga de Stanford, explica con su teoría de la selectividad socioemocional que, al tomar conciencia de la finitud del tiempo, las personas buscan relaciones que aporten sentido, no distracción. De ahí que muchas relaciones y reuniones ya no cumplan su función existencial.
Aun así, hay quienes insisten en mantener ciertos lazos ya diluidos “porque siempre ha sido así”, sin advertir que la permanencia no garantiza calidad. En esos casos, el corazón puede sentirse extraviado, pues el ser humano es, por naturaleza, un ser de comunidad. Cuando la tradición pesa más que la autenticidad, la amistad se desgasta, se desvanece en una charla sin fondo. Un grupo que solo comparte superficialidades o recuerdos no es un espacio de pertenencia, sino de aferramiento. Continuar allí puede ser más solitario que estar solo.
En esta situación, se está ante la oportunidad de elegir con mayor conciencia qué relaciones conservar, cuáles soltar y qué nuevas almas buscar. No se trata de huir del mundo, sino de buscar aquellas presencias que inspiran confianza, respeto, compañía genuina y un eco de espiritualidad compartida.
La mejor manera de actuar es abrirse a lo simple y lo verdadero: una conversación que enriquece o un silencio que nutre, una amistad que no exige, una compañía que no pesa. La libertad que se alcanza en la madurez no es tanto la capacidad de poner límites para ganar autonomía, sino la comprensión de uno mismo en cada relación, y esa comprensión implica saber cuándo soltar.
Dejar ir ciertos vínculos no es desprecio, es higiene emocional. La vida depura, y si se atiende con honestidad, esa depuración se vive como alivio, no como pérdida. En lugar de insistir en lo que ya no es, conviene abrir espacio para lo que puede ser: nuevas amistades, vínculos inexplorados, coincidencias inimaginadas, pacificantes silencios. El tiempo en soledad puede ser la reunión más valiosa, con la persona más importante: uno mismo.
Cuando realmente se madura, el alma toma el control de la vida, y busca la comunión, no la compañía, lo esencial, no lo superficial. Ella siempre sabrá reconocer a las personas que valen la pena. Ese tipo de encuentro, aunque raro, justifica la espera. Porque vale más una conversación verdadera que mil horas de charla vacía. Vale más una amistad silenciosa que una reunión bulliciosa sin alma. Y vale más, sobre todo, una vida sincera que una agenda llena.
Al final, no es la soledad lo que desgasta, sino la compañía equivocada. Aprender a elegir con quién reunirse, y con quién no, es uno de los actos más liberadores.
@F_DeLasFuentes
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