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Nada hiere tanto como aquello que uno esperaba sin saber que lo esperaba
André Comte-Sponville

 

¿Qué hacer cuando no se puede consigo mismo? No es una pregunta para principiantes en el maratón del autodominio, sino para quien ha entrenado continua y suficientemente en autoconocimiento. Para usted, que ya sabe, en primer lugar, que no está loco ni inestable ni endemoniado; en segundo, que los demás no tienen la culpa y, en tercero, que es usted mismo el que grita, reacciona, dice lo que no quería decir y hiere. No se trata de psicopatologías ni de multiplicidades del yo. Se trata de algo mucho más simple y también más difícil de manejar: una expectativa que tenía, y no había detectado, acaba de romperse sin avisar, haciéndolo estallar.

El yo que explota no es un impostor, ni un enemigo infiltrado. Es usted. Solo que es una de sus versiones más primarias, más reactivas, más automáticas. Se activa justo cuando su conciencia racional está desconectada, y entonces aparece la frase clásica: “no sé qué me pasó”. Si en ese momento se pregunta: “pues qué esperaba que me pasara” o, mejor aún: que no me pasara, traerá inmediatamente a la conciencia la causa del exabrupto.

En el fondo lo sabe, pero supo que lo sabe demasiado tarde y solo porque se hizo la pregunta. En general, esta conducta es automática. Resultado: alguien es maltratado, recibe un golpe, físico y/o emocional, en la medida de su frustración.  No porque fuera su culpa, sino porque estaba cerca o de alguna manera involucrado. Y eso es lo que más duele reconocer.

Por eso es vital que aprenda a detectar su umbral de frustración: ese instante mínimo, sutil, casi imperceptible, en que está a punto de perder el control. Puede ser una frase recurrente, el típico “me lleva…”, una manifestación física, como calor en rostro y cabeza, una “patada” en estómago o una respiración entrecortada. Cada quien tiene sus propios signos, el trabajo consiste en identificarlos antes de que el yo explosivo tome el mando, porque si no se detecta a tiempo, no hay freno posible.

Ahora bien, tras el exabrupto, la respuesta habitual suele ser minimizar o racionalizar. Uno se dice que no es para tanto o, aun cuando haya comprendido que culpar a otros es injusto, trata de encontrar sólidos motivos. El control de daños no es control de la conducta, es guardar la bomba para que estalle después. Y racionalizar sin comprender la emoción que está debajo es como dar un discurso motivacional en medio de un incendio: puede sonar bonito, pero no apaga nada. Lo que necesitamos es otra cosa: evitar la explosión, y para eso no basta prometerse que no se repetirá, debemos aprender a poner atención en las señales del cuerpo.

Lo decía Eckhart Tolle: el cuerpo sabe antes que la mente. Krishnamurti, por su parte, señalaba que el autoconocimiento empieza por observarse sin juicio. Si usted aprende a reconocer los avisos de su cuerpo y se “cacha” en el umbral de una explosión sin reprochárselo, puede parar. Paso siguiente: amainar la emoción.  No se trata de no desbordarse nunca más. Eso es una fantasía robótica. Se trata de no desbordarse sobre otro, porque el daño que usted inflige es, la mayoría de las veces, irreparable.

La frustración no es el problema, ni siquiera la expectativa fallida, sino lo que hacemos con ellas: herir. Tampoco crea que agarrándola con el perro queda exculpado. Es todavía peor, porque esos episodios derivan en gran crueldad. La buena noticia es que si se arrepiente ya tiene la mitad del camino andado. Significa que está consciente. La otra mitad consiste en identificar la expectativa defraudada y lo que activó dentro de usted.

Si no para a tiempo se irá hundiendo cada vez más en el grito y el sombrerazo, cargándola contra todos y contra usted mismo por cargarla contra todos. ¿Conoce la espiral del hundimiento? La dejamos para la próxima semana.

 

     @F_DeLasFuentes

delasfuentesopina@gmail.com

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