Por Ricardo Sevilla
En un evento sin precedentes, la ministra Yasmín Esquivel y el ministro presidente electo Hugo Aguilar Ortiz, de la Nueva Suprema Corte de Justicia, participaron en un acto de amnistía a favor de una mujer indígena mazahua.
Ahora bien, este suceso, necesario y urgente, no solo representa un rayo de esperanza para una víctima, sino que también expone de manera cruda y dramática la profunda crisis de justicia que todos los días azota a las comunidades indígenas del país.
Los hechos ocurrieron en el corazón de la Sala de Asuntos Indígenas del Tribunal Superior de Justicia del Estado de México.
Allí se deliberó sobre el destino de esta adulta mayor que fue sentenciada por homicidio simple. ¿Su crimen? Ser víctima de un sistema que la abandonó.
La mujer, que había sufrido violencia familiar, patrimonial e institucional, se encontró en una batalla legal que, desde el principio, estaba perdida. La pregunta es: ¿Por qué? Por una discriminación estructural que le negó el acceso a la justicia, una situación que, de acuerdo con ambos ministros, es una deuda histórica con los pueblos indígenas y afromexicanos.
Pero le digo más.
Una deuda que se manifiesta en la privación de los derechos más básicos, como el acceso a la salud, la alimentación y, sobre todo, a la justicia.
El ministro Aguilar Ortiz, que tanto odian en la derecha, lanzó una pregunta que debería resonar en cada rincón del país: ¿Cómo podemos vivir en paz si la justicia no llega a todos?
Esto me parece un llamado urgente a la acción y a que todas las entidades federativas construyan una justicia pluricultural que no discrimine a nadie por su origen.
El triunfo de la mujer mazahua nos obliga a mirar más allá de la celebración. ¿Cuántos otros casos como el de ella se quedan en el olvido? ¿Cuántas vidas más deben ser destrozadas por un sistema ciego y selectivo antes de que la justicia sea verdaderamente para todos?
La pobreza y la identidad indígena no son atenuantes, son agravantes invisibles para el sistema.
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