En una tienda de segunda mano en Georgia, una mujer mexicoamericana resultó agredida verbalmente por hablar español. El incidente, grabado en video, desató una ola de indignación por evidenciar cómo el racismo cotidiano se cuela en lo más trivial: una conversación entre clientes.
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Marina Fisher, ciudadana estadounidense nacida en Houston, se encontraba conversando con una amiga cuando fue increpada por otra clienta, identificada como Betty Jones.
“Estamos en América, hablamos inglés”, le espetó la agresora. Acto seguido, y sin razón alguna, Jones fingió llamar a las autoridades migratorias (ICE), denunciando falsamente la presencia de “ilegales” en el lugar.
Lejos de amedrentarse, Marina grabó el encuentro y lo difundió en redes sociales como acto de autodefensa. “Nadie debería pasar por esto”, declaró en un segundo video. La reacción fue inmediata: miles de personas expresaron su respaldo, condenaron el ataque y defendieron el derecho a hablar español en un país donde más de 40 millones de personas lo usan a diario.
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El caso de Marina no es aislado. Se enmarca en un ambiente político donde los discursos antiinmigrantes se han institucionalizado. Legisladores republicanos en estados como Misuri y Misisipi han propuesto leyes que premian con mil dólares a quienes denuncien a migrantes indocumentados. Incluso se contempla crear una figura de “cazarrecompensas certificados”, con poderes para localizar y detener extranjeros, una iniciativa que recuerda los peores excesos del pasado estadounidense.