Hay discursos que prenden fuego. Que atraviesan el inconsciente colectivo, despiertan resentimientos dormidos y movilizan a millones. Hace unos años, uno en particular –que hablaba de justicia social, de un México más austero, más igual e incluso más próspero–, logró convertirse no sólo en mandato, sino en consigna nacional.
En un país como el nuestro, donde la desigualdad es la norma, no es extraño que la idea de una administración que renunciara a la aparatosidad del poder y que hablara desde abajo, haya calado hondo; pues fue justo ahí, en esa indignación acumulada durante décadas, donde el país encontró una salida, una promesa de ruptura con el pasado. Sin embargo, la historia no olvida. Y suele regresar, sobre todo, cuando se la ha pregonado en exceso.
Lo anterior, cobra relevancia toda vez que esta semana, la conversación pública volvió a girar —aunque con otras formas— en torno a la coherencia entre palabra y acto. Fotografías en destinos exclusivos, declaraciones defensivas, matices innecesarios. Y ante todo esto, la pregunta no es si un servidor puede vacacionar, sino si es prudente hacerlo cuando el entorno se encuentra marcado por señales de agotamiento.
Cabe sólo mencionar que la economía mexicana creció apenas 0.2 % en el primer trimestre del año y 0.7 % en el segundo. Técnicamente, no hay recesión. Pero tampoco hay alivio. Y mientras eso ocurre, el sistema de salud acusa falta de personal y de insumos básicos; los precios continúan ajustando al alza y la seguridad pública sigue siendo un anhelo más que una garantía.
En ese marco, la austeridad deja de ser un emblema y se vuelve exigencia. La ciudadanía, esa que alguna vez se indignó con quienes usaban helicópteros para ir a comer, hoy no entiende por qué se calla ante gastos privados con fondos que, aunque propios, tienen un origen público. Y no se trata de señalar a nadie. Ni de juzgar, pues no es un tema de legalidad. Ni siquiera, de moral, sino de liderazgo político. Es decir, se trata de constatar una erosión. Porque el discurso, cuando se convierte en atajo, se desgasta.
En ese sentido, el enojo que alguna vez sirvió para ganar voluntades, puede que pronto no encuentre lugar. La indignación —antes movilizadora— se puede agotar frente al desasosiego, al hartazgo, a la rutina del desencanto. Frente a ello, la mandataria ha intentado responder con mesura. Pero quizá el problema no es lo que se dice, sino lo que ya no se cree. No porque falte elocuencia, sino porque sobran contradicciones. Durante un tiempo, adornar la verdad fue una práctica aceptada: se toleraba la omisión porque se confiaba en el rumbo.
Pero ese bono político también tiene fecha de expiración. Y al parecer, puede que no esté lejos. No porque haya mentira, sino porque ya no hay verdad suficiente. No cabe duda que el costo de la presunción no está en una factura de hotel. Está en la pérdida de sentido. En la fractura entre lo que se espera y lo que se recibe. En la sensación de que ya no hay quien hable con la verdad. Y ahí, justo ahí, es cuando la historia alcanza.
Consultor y profesor universitario
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