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Desde un modesto barrio de Maracaibo, Venezuela, Mervin Yamarte reconstruye los fragmentos de un sueño migrante que se tornó una pesadilla. Partió rumbo a Estados Unidos en busca de futuro, pero acabó cuatro meses en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la temida megacárcel de El Salvador, acusado sin pruebas de pertenecer al Tren de Aragua y deportados bajo una ley estadounidense del siglo XVIII destinada a “enemigos extranjeros”.

Junto a otros 251 venezolanos, fue enviado a un régimen carcelario extremo financiado por el gobierno de Donald Trump, en alianza con el presidente Nayib Bukele. Lo recibieron con golpes, humillaciones y amenazas. “Era totalmente una tortura”, dice Mervin. Sin juicio, sin abogados, sin luz solar, los migrantes soportaron celdas sin ventilación, alimentos descompuestos y castigos físicos.

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La cárcel, presentada por Bukele como símbolo de mano dura contra el crimen, se convirtió en un agujero negro jurídico. Según testimonios, los venezolanos vivían entre catres de metal, motines por golpizas, baños insalubres y rutinas de violencia.

Injusticia

La mayoría no tenía antecedentes penales, y los tatuajes usados para vincularlos con pandillas carecen de sustento, según expertos. Pero en un contexto de endurecimiento migratorio, miles de personas han caído en detenciones arbitrarias y deportaciones sin garantías. En junio, Estados Unidos alcanzó un récord de más de 60 mil detenidos por ICE, 71 por ciento sin historial criminal.

La liberación de los venezolanos fue resultado de un acuerdo bilateral: 252 migrantes a cambio de 10 ciudadanos estadounidenses detenidos en Venezuela.

Hoy Mervin está de vuelta con su familia, aferrado a una Biblia que lo acompañó en prisión. Mientras Juan, su hermano, sigue escondido en Estados Unidos para no ser detenido.

“Ya salimos del infierno”, dice Mervin. Pero para miles, el exilio aún continúa.

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