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En ocasiones entender la relación entre México y Estados Unidos exige algo más que leer tratados, analizar flujos comerciales o seguir conferencias diplomáticas; pues a veces hay zonas donde la relación se juega con mayor intensidad como es el terreno simbólico. Lo que el uno imagina del otro, lo que el otro teme o idealiza, lo que ambos representan mutuamente sin decirlo.

Desde hace décadas, la bilateralidad se ha convertido en un juego de proyecciones cruzadas: Estados Unidos retrata a México como lo corrupto, lo folclórico o lo peligroso. México suele imaginarlo como arrogante, superficial, e ingenuo. Pero esas imágenes no se quedan en lo informal. Se institucionalizan. Se monetizan. Se exportan.

Por eso, cuando aparece algo capaz de cuestionar esas fantasías, hay que prestarle atención. En ese marco, me pareció interesante la película “Buen Salvaje”, una producción bien documentada que nos obliga a mirarnos al espejo —aunque el reflejo nos guste poco. Al tiempo que se burla de todos: de los extranjeros que idealizan México, de los mexicanos que les vendemos la postal, y del propio cine que ha perpetuado estos intercambios como si fueran inevitables.

Y sí, “Buen Salvaje” es un caos. Pero un caos lúcido, cuya dirección de arte juega con lo pintoresco sin caer en la trampa de la postal y, cuyo guión está construido sobre capas. Hay una línea narrativa que juega a la comedia romántica, otra que se adentra en el thriller, otra que parece sátira cultural y otra que, en el fondo, es un ensayo con una visión vigente sobre la relación México-Estados Unidos. Esa que, hasta el momento, ha estado cargada no sólo de tensión diplomática, sino de una ingenuidad ambivalente entre quién controla a quien, siempre abordada desde ambos lados moneda.

Y lo digo no sólo por lo que ha ocurrido recientemente en torno al fenómeno de la gentrificación, quizá su paralelo más evidente, sino también por el cúmulo de acontecimientos que han marcado la relación bilateral, tales como el resurgimiento de Trump, sus nuevas políticas arancelarias, la criminalización del migrante mexicano, entre otros.

Lo más interesante es que la película fue filmada en plena pandemia: antes de que estallara el debate sobre el boom en la Roma-Condesa, antes de que México se volviera tendencia en TikTok como destino bohemio para estadounidenses, e incluso antes de que la relación diplomática se deteriorara en una avalancha de decretos, intentos de negociaciones anticipadas y medidas unilaterales.

En las agendas cruzadas de México y Estados Unidos, muchas veces la ficción logra decir más que cualquier informe. En ese marco, me parece que “Buen Salvaje” no es una película redonda ni pretende serlo. Es una película-riesgo. Una película-pregunta. Una comedia que renuncia al remate fácil y que elige incomodar antes que agradar. Pero en sus destellos —en una escena, en una toma, en un diálogo brillante— hay una lucidez que vale la pena observar, más aún en tiempos donde la relación bilateral y nuestro papel en ella, está en jaque.

 

Consultor y profesor universitario
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