El sentido de la vida es darle sentido a la vida
Ken Hudgins
No siempre es depresión. No siempre es ansiedad. Sobre todo, no siempre es Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (con eso de que ahora todo lo podemos justificar con el TDAH). A veces, más de las que creemos, es algo sutil por furtivo, pero apabullante, difícil de identificar y, por tanto, de nombrar; un vacío sin forma, un cansancio existencial que no se cura con vacaciones ni con meditación guiada. Es la sensación de no saber para qué se está haciendo todo; es la falta de sentido que, cuando se instala, pesa más que el fracaso.
Vivimos en una época marcada, más que nunca, por la falta de sentido, cuya solución requiere, ante todo, darnos a nosotros mismos esa atención que hoy tenemos puesta al 100 en las redes sociales, las inteligencias artificiales y las mercadotecnias de las personalidades, todas distractoras adictivas, reproductoras de las exigencias globales de resultados óptimos, impulsoras de ironías, foros de bellezas raras y géneros inexistentes, ofertantes de aceptación interpósito like, plataformas de las más inusitadas excentricidades y hasta de retos mortales.
La desesperación moderna tiene muchas formas. Puede verse en el agotamiento laboral, el tedio vital de adolescentes hiperestimulados, o en adultos que viven con la sensación de estar siempre en deuda consigo mismos. Según un estudio realizado por Gallup en 2023, solo el 23% de las personas en el mundo dicen estar comprometidas con su trabajo. El resto se mueve por inercia, por presión, por necesidad, pero sin conexión emocional con lo que hace.
El malestar por falta de sentido no siempre es dramático; a menudo se camufla en frases como “qué hay después de esto”, “nada me entusiasma”, “da igual” o “para qué me esfuerzo”, y no pocas veces se expresa en procrastinación, apatía e indiferencia. No es una enfermedad; sí una alerta, porque cuando una vida se vacía de propósito, se vuelve fútil. No se trata de un propósito grandioso o heroico; basta saber que lo que hacemos importa, sobre todo a nosotros.
Frankl aseguraba que el sentido no se inventa, no llega, se descubre. Está en el compromiso con algo que trasciende el yo: una causa, un vínculo, una tarea, incluso un dolor que se enfrenta dignamente. En su libro El hombre en busca de sentido relata cómo algunos prisioneros sobrevivían no por tener mejor salud, sino por tener un “para qué” más claro: un hijo que los esperaba, una obra inconclusa, una palabra que querían volver a decir.
Hoy, muchas personas sienten que lo que hacen no deja huella, que sus días son una secuencia de tareas repetidas, sin mayor impacto ni dirección. No tienen un propósito, ni un anhelo o cuando menos un estímulo. Y eso duele tanto que puede desearse la muerte. Corea del Sur, donde la productividad es más importante que la vida personal (de hecho es la única vida personal) tiene el más alto índice de suicidios de la OCDE.
Vivimos en una cultura que recompensa más el logro que la coherencia y que mide el éxito en belleza y cifras, no en vínculos. Esta distorsión promueve el malestar existencial, nos vacía de sentido.
La filósofa Simone Weil decía que “la atención pura es oración”. Tal vez por ahí va el camino. Volver a mirar con atención lo que hacemos, para quién lo hacemos y desde dónde. No todos los días traerán epifanías, pero todos pueden tener sentido si se conectan con lo que valoramos.
Reencontrar el sentido no siempre implica grandes cambios, sino cambios significativos. A veces basta con reconectar con una pasión olvidada, con una causa que nos emocione, con una relación que merezca cuidado, o, simplemente, con el compromiso de vivir con presencia, aún en lo rutinario.
Cuando sabemos para qué, lo difícil es soportable; cuando no lo sabemos, lo fácil se vuelve particularmente insoportable.
@F_DeLasFuentes
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