UN NARCISISTA EN MI VIDA
Todos tenemos una parte narcisista. Es ese rincón interno que necesita sentirse visto, valorado, reconocido. No es malo en sí mismo. De hecho, es vital para poder construir una identidad y sostenernos en el mundo. Sin un poco de narcisismo, ni siquiera podríamos salir de la cama o mirarnos al espejo sin esquivar la mirada.
Pero a veces, esa necesidad se vuelve la forma principal de relacionarse con los demás. No para compartir, sino para buscar reflejos. No para construir vínculos reales, sino para encontrar espejos que confirmen que uno vale. Cuando eso sucede, hablamos de una estructura narcisista: una forma de estar en el mundo donde la mirada del otro es tan necesaria como insoportable.
Una persona con esta estructura suele admirar con intensidad, pero también puede volverse cruel con facilidad. Puede parecer tierna y necesitada, pero en el fondo espera algo: que el otro sostenga su imagen rota sin mostrar sus propias grietas.
Es importante aclarar que esto no es lo mismo que un “trastorno narcisista de la personalidad”, que es un diagnóstico clínico específico. La estructura narcisista no es una enfermedad. Es más bien un estilo de funcionamiento emocional, muchas veces sutil, que puede generar mucho sufrimiento si no se reconoce.
A continuación, un cuento donde se ilustra esto de manera simbólica, con animales, como si estuviéramos viendo la escena desde el bosque… aunque, en el fondo, todos hayamos estado alguna vez ahí.
🐑 La oveja que buscaba amparo
En un claro donde los árboles parecían contener la respiración, vivía un lobo viejo. No era de esos que asustan, sino de los que aprenden a vivir sin morder. Había dejado de correr tras presas hacía tiempo. Ahora caminaba con pausa, escuchaba más de lo que hablaba y sabía cuándo callar.
Una tarde, apareció una oveja.
Llegó despeinada, con las patas sucias, un ojo un poco caído y una voz quebrada.
—¿Puedo sentarme a tu lado? —preguntó con dulzura.
—Claro —dijo el lobo, moviendo apenas la cola—. Aquí no hace falta permiso.
La oveja lo miró con ojos grandes, llenos de agua contenida.
—Eres el primer animal que no me juzga. Todos me ven como un desastre… pero tú… tú pareces comprender cosas que otros no.
El lobo ladeó la cabeza, curioso.
—Tal vez porque también he sido un desastre —respondió con honestidad.
Y así empezó todo.
La oveja venía cada tarde. Le pedía al lobo que le contara cosas. Que la protegiera. Que le dijera qué hacer. Que le hablara de su vida, de sus heridas, de cómo había logrado mantenerse en pie.
El lobo se dejó seducir por esa necesidad. No por orgullo, sino por una vieja esperanza: la de ser útil, la de ofrecer refugio a quien parecía no tenerlo.
Durante días, la oveja lo miró como si fuera un sabio. Como si lo necesitara. Como si sin él se desarmara.
Pero algo empezó a cambiar.
Una tarde, sin previo aviso, la oveja dijo:
—A veces siento que te crees más sabio de lo que eres. Hablas mucho, pero ¿a quién has salvado realmente?
El lobo no dijo nada. Sintió un pequeño golpe en el pecho, pero no era la frase: era el tono, la certeza con la que lo miraba ahora. Ya no había ternura. Había juicio.
Desde entonces, la oveja comenzó a llegar con menos frecuencia. Y cuando venía, traía palabras como piedras envueltas en flores:
—Me doy cuenta de que idealicé lo que no era.
—En el fondo, eres como todos.
—Tal vez fui yo la que quiso ver en ti algo que nunca existió.
El lobo la escuchó. No se defendió. Pero dentro de él algo se rompió. No porque la oveja lo hubiera descalificado. Sino porque entendió que nunca lo miró realmente. Solo proyectó sobre él su necesidad. Y cuando esa necesidad cambió de forma, él se volvió prescindible.
La oveja se fue. Se fue como había llegado: desordenada, cansada, buscando a alguien más a quien admirar… y luego señalar por no sostener el pedestal.
El lobo, en cambio, se quedó en el claro. No se sintió víctima. Pero aprendió que algunos no buscan amparo: buscan espejos donde se reflejen menos rotos… hasta que el cristal se empaña.