La felicidad es como una mariposa:
cuanto más la persigues, más huye…
Albert Camus
Hoy el bienestar se consume, no se procura. Por eso ha quedado en promesa comercial y política. Fármacos, libros de autoayuda, rutinas de gratitud, afirmaciones diarias y las novedosas ofertas relámpago de cursos express en redes sociales están entre los más demandados recursos para alcanzar el principal objetivo de una sociedad que no tolera el malestar emocional: la felicidad. Si no eres feliz, es porque no te estás esforzando lo suficiente. Si te sientes mal, es tu culpa.
Estamos viviendo una época extraña. Donde antes había silencio, ahora hay frases motivacionales. Donde había pausa, hay likes. Donde dolía, se impone sonreír. Vivimos en tiempos de la felicidad obligada, una exigencia emocional disfrazada de libertad. Y no es que ser feliz esté mal, pero convertir la felicidad en mandato produce lo contrario de lo que se pretende.
Este mandato emocional tiene un trasfondo cruel: la patologización del malestar. Sentir ansiedad, rabia, nostalgia o melancolía se vuelve un signo de que algo en ti no funciona. Ya no se trata de entender el contexto, de ver la raíz del dolor, sino de corregirlo rápidamente. Ponte positivo. Sé resiliente. Piensa bonito. Sonríe aunque estés roto por dentro.
La felicidad se ha convertido en una suerte de competencia social. Hay que mostrarla, probarla, validarla. Las redes sociales son su vitrina más agresiva. Vemos vidas editadas que parecen perfectas y nos sentimos en deuda con la nuestra. ¿Por qué yo no estoy tan feliz como ellos? ¿Qué estoy haciendo mal?
Según un estudio publicado por la Asociación Americana de Psicología, la presión por ser feliz puede generar una sensación de insatisfacción aún mayor. Quienes creen que deben ser felices todo el tiempo tienden a experimentar niveles más altos de ansiedad y menor satisfacción vital. Irónicamente, la obsesión con la felicidad termina generando el efecto opuesto.
La filósofa española Marina Garcés ha planteado que la felicidad, más que un destino, es una experiencia contingente, un encuentro con el sentido que puede aparecer incluso en medio del dolor. Lo que importa, dice, no es perseguirla, sino estar disponible para reconocerla cuando se presenta, aunque sea brevemente.
Lo que se pierde en esta lógica del mandato es la verdad más simple: que la vida es una mezcla, que sentirse mal también es parte del camino, que hay días que duelen, y está bien, que no todo se resuelve con actitud.
La presión por ser feliz puede volverse una forma de violencia sutil. Invalida procesos personales, silencia duelos, ridiculiza vulnerabilidades. Hace que la gente calle lo que siente para no parecer negativa, tóxica, débil. Y eso enferma más que cualquier tristeza. Cuando se vuelve una autoexigencia, se convierte en yugo.
Educar emocionalmente no es enseñar a ser feliz a toda costa, sino a reconocer la complejidad de sentir, a entendérselas con lo que hay, a no huir del malestar, sino a escucharlo, preguntarle qué quiere mostrarnos.
El malestar no debe ser eliminado del discurso público. Negarse a sentirlo, a transcurrirlo, nos incapacita para la felicidad. La relación entre ambos es proporcionalmente directa.
La felicidad no es una obligación, sino el adendum de vivir a pleno sentir. Ante todo, no es ese imposible estado del ser de dicha constante cuya posibilidad suele susurrarnos nuestro anhelo. Ser feliz, más que un sentimiento, es una momentánea conciencia, que aparece cuando nos sabemos afortunados y nos sentimos satisfechos, pero también, muchas veces, después de haber tocado fondo, de haber llorado, de haber dudado.
Así que la próxima vez que alguien diga que está triste, evitemos los consejos de optimismo. Solo escuchemos sin juicio. Ya vendrán momentos mejores, porque ser feliz no puede ser forzado, sino descubierto con gratitud. Parafraseando de nuevo a Camus, en seguimiento a nuestro epígrafe sobre la huidiza felicidad: cuando vuelves la atención hacia otra cosa, la mariposa viene y suavemente se posa en tu hombro.
@F_DeLasFuentes