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El silencio no siempre es ausencia de palabra:

a veces es presencia de poder.

Michel Foucault

 

Hay personas cuya presencia se siente como un foco encendido en el cuarto. No por su luminosidad, sino por su callada densidad, por los incómodos silencios que imponen, tensando el ambiente, quitando la respiración y negándole a cualquiera la posibilidad de ser. Son como esa luz que apunta directamente a tu rostro en un interrogatorio: todo lo que digas empeorará tu situación.

Y es que algunos no te agotan hablando, sino obligándote a callar. No dicen mucho, pero tienes que esperar a que hablen. No te interrumpen, pero te sientes obligado a medir cada palabra. No te invalidan directamente, pero te hacen sentir que hay cosas que es mejor no decir.

Con el tiempo descubres que, después de cada encuentro, estás agotado. No es un cansancio del cuerpo. Es como si hubieras contenido tu ser en un puño cerrado, por horas. Como si hubieras estado girando en torno a un centro que no podías tocar, pero tenías que obedecer.

A ese tipo de persona le llamo un agujero negro relacional. No es una categoría psiquiátrica. Es un fenómeno afectivo. Una fuerza que curva lo que está cerca. No necesitan contar su historia. Les basta con que la tuya no se cuente del todo. No buscan diálogo. Les basta con que todo en ti esté condicionado por su presencia.

Lo más inquietante es que estas personas no siempre son crueles. A veces son sutiles, incluso queridas. Pero si pasas demasiado tiempo con ellas, algo tuyo empieza a apagarse, porque en su campo gravitacional, tu voz se vuelve eco o decorado. Nunca centro.

¿La salida? No es hacer escándalo. Ni dramatizar la partida. A veces basta con escucharte a ti mismo(a). Con recuperar el derecho a hablar cuando lo sientes.
Con recordar que nadie, por valioso que sea, merece que calles partes esenciales de ti.

Porque a veces el amor, o la libertad, empieza con el permiso de decir lo que antes solo te atreviste a pensar. A veces, ese agujero negro relacional no surge de una voluntad de dominio, sino de una historia emocional tejida en silencios obligatorios. En muchas familias, sobre todo aquellas marcadas por esquemas patriarcales, se enseñó que hay cosas que no se dicen, sentimientos que no se nombran, heridas que se barren debajo del tapete con una sonrisa social. En esos hogares, los silencios no eran pausas, eran reglas. Los padres los imponían con la mirada. Las madres los reforzaban con una suavidad que también dolía.

De ahí salen muchas de estas presencias densas que hoy nos desconciertan. No aprendieron a hablar de sí, ni a escuchar sin miedo. Aprendieron, más bien, a controlar el entorno con el peso de lo no dicho. Y lo reproducen sin saberlo. No porque quieran oprimir, sino porque no aprendieron otra forma de estar sin desaparecer.

Cuando este estilo de vínculo se convierte en norma, cuando el silencio se hereda como mordaza porque el habla se vuelve peligrosa, el problema ya no es solo personal ni familiar, es cultural. Una sociedad que se acostumbra a callar lo esencial, a no incomodar, a medir las palabras frente al poder, es una sociedad fácilmente silenciable.

No por fuerza bruta, sino por hábitos aprendidos en la mesa, en el aula, en la intimidad. Y entonces, el agujero negro relacional deja de ser una persona, y se convierte en una atmósfera colectiva, donde brillar es sospechoso, hablar es arriesgado y guardar silencio se confunde con buena educación.

Y por eso, a veces, lo más urgente no es hablar fuerte, ni romper el silencio con estruendo; es algo más hondo: darse permiso de habitar lo que uno siente,
nombrar lo que antes solo se insinuaba, y saber que en cada palabra recobrada, por pequeña que sea, hay un acto de desobediencia luminosa contra todo lo que nos quiso curvar.

 

@F_DeLasFuentes

delasfuentesopina@gmail.con

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