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¿Autoestímate ti mismo?

Por El Minotauro

Hubo una época —no tan lejana— en la que el mayor problema de un niño no era el bullying, el TDAH o la ansiedad existencial precoz, sino su baja autoestima. Era el diagnóstico universal, el cáncer psíquico noventero. Bastaba que alguien se sintiera triste, enojado, inseguro o no quisiera participar en el concurso de oratoria para que algún adulto con credencial de psicólogo escolar dijera con solemnidad: “lo que pasa es que tiene la autoestima baja”. Ah, claro, qué obviedad. Como si la psique fuera una llanta ponchada que había que inflar con frases motivacionales y stickers de caritas felices.

Pero empecemos desde antes, con los adorables ochentas, donde reinaban los optimistas. Aquellos seres míticos de colores pasteles y sonrisas permanentes, que vivían en un cielo de caricatura y venían a enseñarnos que “todo va a estar bien”, aunque la inflación se disparara y el muro de Berlín crujiera. Tenían jingles pegajosos, juguetes con olor a fresa y el poder de reducir toda complejidad emocional a una canción de dos acordes y mucho arcoíris.

Luego llegaron los 90s, con su infaltable oleada de libros de autoayuda: “Siete hábitos”, “Cinco pasos”, “Doce claves”, “Un camino hacia ti mismo”, “Cómo hacer que todo el mundo te ame sin que tú sepas quién eres”. Eran tiempos donde los pasillos de las librerías parecían farmacias emocionales. No sabías si necesitabas coaching, reiki o una limpia con huevo. Todo se resolvía con pensamiento positivo y con aprender a “abrazarte a ti mismo en el espejo”. Porque claro, nada sana más que un abrazo de ti para ti, sin necesidad de entender por qué te sientes como te sientes.

Fue la era del échaleganismo, ese movimiento tan eficaz como peligroso que consiste en gritarle a la gente que todo se puede lograr si le pones actitud. Que la voluntad es suficiente, que el fracaso es una elección, y que si no estás sonriendo, es tu culpa. ¿Te dejaron? “Ámate a ti mismo”. ¿Te corrieron? “Reinvéntate”. ¿Tienes depresión? “Ponte música alegre y sal a correr”. No había problema que no se pudiera solucionar con un poco de cardio, jugo verde y actitud de tiburón.

Y como toda ideología que se respeta, este evangelio emocional necesitaba sus pastores: los coaches. Y vaya que llegaron. Con micrófono en oreja, caminando entre sillas, gritando con voz rasposa verdades que nadie pidió. La autoestima, nos dijeron, es la clave de todo: del éxito, del amor, de las ventas, del orgasmo y de la iluminación espiritual. Era el nuevo oro emocional. Si no funcionas en la vida, es porque no te valoras lo suficiente. Si te sientes mal, es porque no repites tus afirmaciones en voz alta frente al espejo. Yo merezco lo mejor. Soy una persona exitosa. La vida conspira a mi favor. Aunque estés endeudado y solo, repítelo.

Lo peor es que esta idea mutó. Pasó de una intuición más o menos útil —la noción de que uno puede tener una imagen de sí mismo deteriorada— a convertirse en un mandato moral. Debes tener autoestima. Si no la tienes, eres sospechoso, enfermo, inestable, o peor aún: negativo. El nuevo pecado capital no es la soberbia, es la duda. Porque en esta lógica, dudar de uno mismo no es parte del proceso humano, sino un síntoma a erradicar. Una falla de carácter.

Pero detengámonos a pensar: ¿de verdad el problema es que la gente “no se quiere”? ¿O será que muchas veces ese “no quererse” es una forma legítima de decir que algo no está bien en su entorno, en su historia, en su cuerpo o en su deseo? ¿Y no será que insistir en que se “quiera más” es una manera encubierta de no querer escuchar lo que de verdad le pasa?

La autoestima es cómoda. Es un concepto que individualiza el sufrimiento. Si estás mal, es tu asunto. No miremos el contexto, la cultura, el sistema, la historia familiar, el trauma o la desigualdad. Mira adentro, pon música instrumental y convéncete de que eres suficiente. Y si no puedes, contrata un coach.

Hoy, ese legado sigue vivo. Lo vemos en los reels donde alguien con peinado de influencer y fondo de atardecer dice: “El universo no te da lo que deseas, te da lo que vibras”. Lo vemos en las pláticas TED, en los talleres de empoderamiento y en los posts que repiten frases como “ámate tanto que no necesites a nadie”. Es el culto al yo que se autopropulsa, la psicología de bolsillo que nunca pregunta por el otro.

Pero la vida, por más frases bonitas que le pongas encima, duele. Y muchas veces lo que más ayuda no es decirle a alguien que se ame, sino acompañarlo a preguntarse por qué le cuesta tanto hacerlo. Escuchar, sin empujar. Preguntar, sin dictar. Y aceptar que hay momentos en los que no hace falta autoestima, sino respeto. Y en otros, simplemente, silencio.

Porque tal vez el mayor acto de amor propio no sea decirte “soy maravilloso”, sino darte permiso para no serlo todo el tiempo.

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