El éxito puede ocultar una neurosis mejor
que el fracaso, pero la alimenta igual
Alain de Botton
Hay personas que lo han conseguido todo. Académica, profesional o socialmente hablando, parecen haber recorrido con éxito un camino que a muchos les parece cerrado o, por lo menos, demasiado obstaculizado. Sin embargo, detrás de esa imagen de triunfadores puede esconderse una forma poco visible de sufrimiento: el agotamiento emocional que deja la autoexigencia de superación permanente. El trauma invisible de los logros.
Este fenómeno no tiene que ver con el miedo al fracaso, sino con la presión interna de no permitirse fallar jamás, porque hacerlo conlleva un tache en la lista de méritos y deméritos para ser reconocido, validado y amado o, en el polo opuesto, despreciado, anulado. A una edad temprana, muchas personas aprenden que su valía no está en ser quienes son, sino en lo que hacen y, más allá, en cómo lo hacen. El imperativo es no errar, no fallar. Así, el logro se convierte en refugio, pero también en prisión. Si todo lo que se valora de mí está basado en lo que produzco o aparento, entonces estoy obligado a rendir siempre. No hay lugar para el descanso. No hay espacio para la vulnerabilidad.
Más que una consecuencia del éxito, el trauma invisible de los logros es un efecto colateral del modo en que se vive. Interiorizamos el logro como un mandato agobiante: “debo destacar”, “no debo flaquear”, “no puedo decepcionar”. La ansiedad de la autoexigencia se vuelve una sombra que va siempre un paso adelante del alivio.
Este tipo de mentalidad está profundamente ligado a mecanismos de apego insano. Cuando de niños no recibimos el reconocimiento incondicional que necesitamos, porque no se nos aprecia por lo que somos, sino se nos juzga por nuestra respuesta a lo que se espera de nosotros, tendemos a buscarlo en forma de logros y validaciones externas. El éxito se vuelve sustituto del amor. Pero como ninguna conquista externa puede llenar vacíos afectivos internos, el resultado es una insatisfacción constante.
No solo se trata de una cuestión personal, sino también cultural. Vivimos en sociedades que glorifican el rendimiento, la hiperproductividad y la imagen. Se premia más la apariencia de bienestar que el bienestar mismo. En este contexto, quien alcanza sus metas puede sentirse paradójicamente más solo, más exigido, más vigilado. Ya no puede “aflojar”, porque se pierde todo el depósito de la autoestima.
Lo más complejo es que este malestar no se percibe con facilidad. Es discreto, pero profundo. Puede manifestarse como cansancio crónico, sensación de vacío, dificultad para disfrutar, irritabilidad constante o una vaga tristeza sin causa aparente. Y al no encontrar comprensión —porque “todo va bien”—, la persona se aísla aún más en su autoexigencia.
Los estudios sobre bienestar emocional coinciden en que el valor subjetivo de la vida está determinado por la capacidad de conexión interna y externa. Es decir, por la calidad de nuestro vínculo con nosotros mismos y con los demás. En ese sentido, la lógica del éxito puede ser contraproducente, si conlleva sacrificar la autenticidad, el descanso, el gozo y la introspección.
Lo contrario al trauma del logro no es el fracaso, sino la reconciliación con uno mismo. No se trata de renunciar a las metas, sino de redimensionarlas. Que el éxito no sea un mandato, sino una posibilidad. Que no nos impida estar en paz. Que no exija tanto que nos vacíe. Que no nos aleje de quienes somos.
El reto está en dejar de buscar validación en el resultado, y empezar a construir sentido en el proceso. No es poca cosa. Requiere valor y desaprendizaje. Pero es ahí donde la vida deja de ser una competencia y se convierte, al fin, en experiencia.
Porque al final, el éxito es como una dieta estricta: te da figura, pero te quita el gusto. Mejor no vivir para él. Mejor, vivir con uno.
@F_DeLasFuentes
delasfuentesopina@gmail.com